No canta, no baila, no se la pierdan
«Lola Flores es una de esas últimas artistas que supo abrazar el duende, amasarlo, adaptarlo, hacerlo suyo»
Cuenta la leyenda que Lola Flores iba a actuar en el Madison Square Garden de Nueva York, y que días antes The New York Times decidió titular una crítica exactamente igual que he titulado yo esta columna: «No canta, no baila, no se la pierdan». Hay quien dice que la anécdota es apócrifa, que esa crítica no existió realmente. Me importa un carajo. Esta leyenda, como la discusión de Unamuno y Millán Astray en el Paraninfo de Salamanca o la melancolía tuberculosa de Chopin -por citar dos mitos que los expertos califican hoy como falsos-, seguirá siendo real en el imaginario porque define perfectamente al personaje.
Se cumplen cien años del nacimiento de Lola Flores, y sigo creyendo que quizá su mayor mérito era ese: lucir en escenarios, rodajes y estudios algo que no sabemos definir, pero que hiela la sangre. En su famosa conferencia, Federico García Lorca define el duende como «un poder y no un obrar, un luchar y no un pensar». Pero lo más interesante de esa alocución, que conecta en algún punto con nuestra Lola, aparece más adelante, se trata de una anécdota extraordinaria.
Estaba la cantaora andaluza conocida como Niña de los Peines dando un recital en Cádiz, en una de esas tabernas que un día sirvió de refugio para marineros barrocos. La Niña de los Peines, a quien Lorca compara en genio con Francisco de Goya y Rafael el Gallo, cantaba ese día con maravillosa tonalidad, prodigio técnico, excelsitud armónica. Sin embargo, por algún motivo que ninguno de los presentes en este texto podemos explicar, la cosa no funcionaba. Tanto era así, que alguno de los presentes llegó a quejarse. La propia cantaora se había percatado de que, si bien la técnica era perfecta, el alma reclamaba otra cosa. ¿Qué hacer?
«Por escenas como esa cobraba sentido el arte. No había método ni ciencia, pero había duende»
Fue entonces cuando se achuchó una copa de cazalla, y de pronto algo se hizo corpóreo en la sala. Desaparecieron la técnica, el tono y la armonía que tanto habían aflorado al inicio, para dar paso a una voz abrasada, cantando sobre las cenizas de lo que antes había sido un coro de ángeles, masacrando a la vez la teoría musical y el corazón de los asistentes. Los que asistieron al evento no daban crédito, por escenas como esa cobraba sentido el arte. No había método ni ciencia, pero había duende. La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, diría Federico.
Pues bien, Lola Flores es una de esas últimas artistas que supo abrazar el duende, amasarlo, adaptarlo, hacerlo suyo. Como dice la anécdota inicial, y como demuestra Lorca en su conferencia, tanto da si no cantaba o no bailaba, esta mujer era capaz de convertir su imagen en un chorro de sangre, de sinceridad, de poderío. Aun cuando simplemente estaba respondiendo a una entrevista, aun cuando defendía las libertades de la mujer en un momento en que era imposible hacerlo, cuando meramente estaba firmando un contrato de estrella cine, allí estaba el duende. Al respirar, al moverse, al sentir. Todo era duende.
Ahora se cumple el centenario de su nacimiento y haría mal España en no glosar sus méritos como debiera. Porque eso que uno percibe en sus coplas está en las pinturas negras de Goya, en los sonetos de Quevedo, en el alma de Santa Teresa de la Cruz, en el capote de Manolete, en la Alhambra de Falla, en el surrealismo de Buñuel, en la luz de Velázquez, en las seis cuerdas de Paco de Lucía, en la mímesis de Margarita Xirgu, en los cristos de Pedro de Mena o en las acotaciones de Valle-Inclán. Eso que nadie conoce, que nadie define, que nadie concreta. Es eso que tenía Lola. Es duende.