Contra las cuotas
«Recuperemos el mérito y el esfuerzo, abandonemos las cuotas y las políticas identitarias y entonces podremos presumir con criterio de ser un país progresista»
En aquellos años de la Transición, cuando mirábamos a Italia con una mezcla de admiración y miedo, hizo fortuna la necesidad de evitar el reparto de las instituciones del Estado entre los partidos siguiendo un escrupuloso recuento aritmético de su poder electoral. La guerra por el control del poder judicial ha demostrado cuánto se ha movido el partido socialista desde entonces. Ahora defiende con vehemencia esa lógica de partidización de la vida política y entiende las mayorías reforzadas no como una invitación al diálogo y el acuerdo sino con una lógica aritmética de pura ocupación del poder.
Ciudadanos es un partido en inevitable extinción. Es una cáscara vacía que ha dejado de ser útil en el referéndum sobre el régimen sanchista. Pero todavía puede hacer algún buen servicio al país si recupera la frescura que le llevó en sus orígenes a sacudir el tablero de la corrección política. Antes de dedicarse a soñar con las encuestas, fue el primero que cuestionó la racionalidad económica del tren de alta velocidad en un país tan sostenible que todavía transporta la práctica totalidad de sus mercancías por carretera y se ve obligado luego a subsidiar el gasóleo. El único que cuestionó la racionalidad económica del Estado de las Autonomías y denunció el privilegio de los regímenes forales. Llegó incluso a hablar de la West Lothian question, del debate parlamentario en el Reino Unido sobre la ilógica democrática que permite a algunos diputados españoles votar leyes que no les afectan y que ha permitido al PNV aprobar los impuestos sanchistas sin que se apliquen en el País Vasco que mejora así su competitividad fiscal. Introdujo en el debate fiscal la homogeneización de la imposición sobre el consumo acabando con los excesos de los tipos reducidos y superreducidos del IVA. En el debate laboral, el contrato único y la mochila austríaca.
«La posmoderna concepción del sexo y el género como una decisión voluntaria le resta todo fundamento a las cuotas»
Su aportación al debate económico ha sido mucho más relevante que su fracasada contribución a formar mayorías parlamentarias. Y lo podría seguir siendo si, asumiendo su irrelevancia, aprovecha sus altavoces mediáticos, mientras le duren, para seguir levantando tabús. Lo ha vuelto a hacer al oponerse frontalmente a la discriminación positiva por razón de sexo, una de las manifestaciones más absurdas de las políticas identitarias que nos castigan por doquier.
Y digo bien, absurdas, porque las cuotas carecen de toda lógica política y económica. Y solo una concepción corporativa, gremial, del poder político explica su espectacular desarrollo en España. Políticamente, la posmoderna concepción del sexo y el género como una decisión voluntaria no binaria le resta todo fundamento a las cuotas. Si ser una mujer es una opción personal, ¿por qué subsidiarla? Si uno no nace sino que se hace del Oviedo o del Sporting, es difícil justificar que se reserven plazas para los sufridos seguidores del Oviedo, incluso en una administración autonómica en bable. Pero volvamos a la economía. Ciudadanos se opone a las cuotas porque defiende la igualdad de oportunidades, no de resultados. Lo obvio, lo que llevo sosteniendo desde que en los años ochenta me becó el Instituto de la Mujer. Claro que entonces gobernaba otro partido socialista y dirigía el Instituto una feminista leída, viajada e ilustrada. Centrar las políticas redistributivas y de igualdad en los resultados es una perversión totalitaria que genera poderosos incentivos perversos.
Empecemos por aclarar algunos conceptos básicos. Primero, el acceso al mercado de trabajo sin discriminación por razón de sexo, edad, raza, religión, o incluso región de procedencia me atrevería a decir yo, es un derecho que un Estado democrático debe garantizar, pero no es una obligación individual. Las preferencias y circunstancias personales son múltiples, diversas se dice ahora, y por eso, la elección ocio-renta, como nos gusta simplificar a los economistas, es una decisión estrictamente personal. Segundo, la revolución biomédica de los años cincuenta-sesenta permitió liberar a la mujer de la procreación y la dedicación a tareas domésticas y le posibilitó asignar su tiempo en función de sus preferencias y circunstancias personales. Tercero, la universalización de la educación y el acceso generalizado de la mujer a la misma encarecieron definitivamente el coste de quedarse en casa y provocaron un aumento sistemático y persistente de las tasas de ocupación femenina en todo el mundo. Proceso que en España no empezó a coger velocidad hasta los setenta por razones que tienen más que ver con nuestro atraso económico que con la ideología dominante. Para prueba, basta ver la tasa de natalidad en cuanto la mujer española ha empezado a trabajar fuera del hogar. Cuarto, la existencia de diferencias salariales hombre-mujer, lo que hemos obligado a medir como la brecha salarial por sexo, no es por sí misma una manifestación de la existencia de discriminación laboral, sino que pueden deberse a preferencias individuales legítimas, respetables y perfectamente voluntarias. Quinto, exactamente lo mismo sucede con la existencia del llamado techo de cristal, la escasa presencia de la mujer en la cima de la escala laboral, en los puestos de más poder, visibilidad y retribución, que suelen ser también los de mayor exigencia de tiempo y renuncia personal.
«Solo la igualdad de oportunidades es un valor democrático avanzado»
Los economistas laborales llevan décadas peleándose con las diferencias salariales. Y han avanzado mucho. Sabemos ya que importa cuánto se estudia, lo que se estudia y hasta dónde se estudia. Sabemos también que importan mucho las decisiones personales a lo largo de una carrera laboral, aquel cambio de trabajo que no realizamos, aquella mudanza que no hicimos, aquel jefe del que huimos. Y las circunstancias sociales y familiares. Constatamos que hay importantes diferencias hombre-mujer en muchas de esas decisiones personales. Diferencias previas al mercado de trabajo y sobre cuyos condicionantes, los poderes públicos pueden actuar informando, pero respetando la libertad de elección. Esas diferencias no son una evidencia de discriminación laboral ni sexual, sino si acaso de la inercia del cambio social. Pero también observamos que muchas de esas diferencias se mantienen en el tiempo, a pesar de los años y el dinero público gastado en revertirlas. Por ejemplo, la concentración de mujeres en estudios del área biosanitaria y humanidades y su escasa presencia en las carreras técnicas. Y como somos temerosos de la cólera feminista nos abstenemos de mencionar explicaciones evidentes. A pesar de leer todos los días comentarios machistas como que las mujeres dirigen mejor, son más humanas, menos conflictivas, más solidarias y más sensibles. Pero deben ganar lo mismo y mantener las listas cremallera.
Solo desde una perspectiva absolutista que elimine todo respeto por la libertad individual, puede medirse el éxito de las políticas de igualdad de género por la completa desaparición de la brecha salarial o por la presencia paritaria en todas las profesiones o niveles de poder en la jerarquía laboral. A los poderes públicos democráticos les corresponde garantizar que todas las personas puedan elegir libremente sus opciones vitales, educativas y laborales, pero nunca que todas aprueben, estudien lo mismo, ocupen el mismo trabajo, tengan los mismos hijos o ganen el mismo salario. Las preferencias y las decisiones individuales son libres, pero tienen consecuencias. Suprimirlas por decreto, garantizar la igualdad de resultados al margen de las decisiones individuales sería completamente inaceptable. La igualdad de resultados es reaccionaria por absolutista, contraproducente porque lleva al estancamiento económico y el empobrecimiento social, y radicalmente injusta porque solo beneficia a los que no se lo merecen. Solo la igualdad de oportunidades es un valor democrático avanzado. Y nos queda tanto por trabajar en ella que políticas absurdas, obsoletas y fracasadas como las cuotas solo son un trampantojo, un obstáculo en el camino del progreso. Volvamos pronto a aquella política verdaderamente progresista de no preguntar y no decir, de los currícula ciegos y las pruebas anónimas. Recuperemos el mérito y el esfuerzo, abandonemos las cuotas y las políticas identitarias y entonces podremos presumir con criterio de ser un país progresista.