Ansiedad por el fascismo
«No caben medias tintas. O se está con su idea del progreso, el programa de la izquierda y la monomanía de los nacionalismos o se es un fascista»
Cuando vi las imágenes de unos estudiantes universitarios llamando «fascista» a Ayuso, pensé en el fracaso de la formación académica. Como recordó Ángel Expósito en la misma recogida de premios, es más fácil adoctrinar que educar. Aquellos pobres jóvenes habían ido una vez más por el camino facilón para interpretar el mundo: la doctrina.
¿Qué entienden estos chavales por «fascismo»? O mejor. ¿Qué se les ha dicho que es el «fascismo»? Se les ha contado que fascista es aquel que critica las verdades oficiales sobre el cambio climático, el feminismo, o la inmigración ilegal. Es más; fascista es todo aquel, ya en el ámbito español, que quiere la unidad del país, el respeto al orden constitucional, y el fin de los nacionalismos excluyentes y liberticidas. Una vuelta de tuerca: fascista es quien tiene opinión propia sobre el aborto, la eutanasia, la maternidad subrogada y todo lo que tiene que ver con la identidad sexual.
No caben medias tintas. O fascista o antifascista. O se está con su idea del progreso, el programa de la izquierda y la monomanía de los nacionalismos o se es un fascista. El que no es antifascista en su acepción comunista, no tiene cabida en la sociedad. Deben salir de «sus barrios» o «su Universidad» porque ellos lo dictan. Son tiranos, nuevos inquisidores. En su mente no hay espacio para la crítica, el matiz, el conocimiento o el debate. La duda es fascista.
Estos estudiantes que repiten lo que otros les inculcaron son la tropa de otros que viven de alimentar el miedo al «fascismo eterno». Ojo, porque propagandistas con el síndrome del mesías político, como Umberto Eco, dicen que la naturaleza del ser humano, sobre todo del varón, es fascista y que por eso hay que reeducarlo. Todos estos viven de ser exorcistas no pedidos, empeñados en sacar al demonio fascista del cuerpo del hombre.
Imaginen que a personalidades en formación, estos chavales, les cuentan que viene el Mal, así, con mayúscula, a perturbar el camino del Bien en la Tierra, el paraíso ecofeminista de lo público. No solo eso. Les dicen que deben pasar a la acción directa, aunque sea ilegal, para evitar «el avance del fascismo». Es lo que Augusto del Noce llamaba «alertar sobre el fascismo demonológico», eso sí, con el único objetivo de que opciones como el comunismo pasen por salvadoras.
«Tampoco hay un pensamiento crítico, sino fanatismo y repetición del dogma, como unos feligreses rezando el rosario»
Se ha adoctrinado tanto a esos jóvenes sobre el Mal, el «fascismo eterno», que son intercambiables. No hay individuos, sino un colectivo. Todas las entrevistas son iguales. Repiten lo mismo. Tampoco hay un pensamiento crítico, sino fanatismo y repetición del dogma, como unos feligreses rezando el rosario. Uno tras otro sueltan que el capitalismo, el «neoliberalismo» dicen los más actualizados, trae el fascismo para evitar el triunfo de la «clase obrera, las mujeres y los migrantes». Esto es tan demagógico que no merece la pena un comentario.
No acaba ahí. Están contra la educación en instituciones privadas, o en contra de determinados estudios, como los financieros, porque fomentan una «moral fascista». Con este concepto se refieren a la religión, el beneficio personal, el individualismo, o el emprendimiento. En este sentido todo «lo privado» está contra la patria, como vino a decir Antonio de la Torre, el actor premiado en el acto. «Solo lo público es patriota», dijo, confundiendo el bien general y el común con el público, la patria con el Estado -cosa que firmaría Mussolini-, y desconociendo que lo público vive de lo privado.
Lo que no es «público» es fascista o tiende al fascismo, como Mercadona o cualquier universidad privada, dicen. Esta percepción del mundo es utilizada para calificar a los medios de comunicación, a los periodistas y analistas. Por ejemplo, este medio, THE OBJECTIVE, es un medio fascista porque acoge la pluralidad. Un periódico, la televisión o el cine, afirman, están para hacer política antifascista, de izquierdas, contra la tradición y el neoliberalismo, por la «justicia social» y la moral, y obligar a la gente a ser «progresista».
Imagínense crecer mientras te dicen en la escuela, desde los medios y en la cultura que vives con la amenaza del Mal. Acabas viendo «fascistas» en todas partes; y señalarlo a gritos, como en el remake de 1978 de La invasión de los ladrones de cuerpos, te permite la integración en la comunidad homogénea, pura y antifascista. A esa persona en formación, además, se le otorga la misión de salvar a la Humanidad de algo que nadie más ve: el fascismo. Es una aventura apasionante para un adolescente.
¿Cómo no tener ansiedad por el ascenso de lo que llaman «fascismo»? El paraíso está en peligro, y ellos, siguiendo el dogma y el repertorio de acción colectiva antifa niegan las libertades del resto para salvarnos del Mal. Son la tropa de los mesías antifascistas. Unos sujetan las antorchas y otros lanzan los libros a la pira. Unos señalan y otros escrachean. Como diría cualquier psicólogo social, los aprovechados alientan la ansiedad de los incautos para atacar a sus enemigos. Así nos va.