THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

En nombre de Dios

«Los sentimientos religiosos pertenecen al ámbito privado y cualquier intento de hacerlos prevalecer por encima de la neutralidad debe ser condenado»

Opinión
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En nombre de Dios

Alberto Núñez Feijóo. | Europa Press

Cada vez hay más señales del mismo fenómeno. Las democracias occidentales han olvidado su pacto fundacional, la convención según la cual se emanciparon del orden teológico y crearon un espacio común donde todas las diferencias de origen étnico, religioso o social debían diluirse en la igualdad ante la ley. La legitimidad de ese proceso estribaba en un reconocimiento de la autonomía de la razón frente a las supersticiones, las creencias o los mitos de todas las comunidades de sangre. El concepto de lo civil superó esos límites y nos permitió vivir juntos y seguir siendo católicos, ateos, musulmanes, judíos, catalanes o murcianos. Cada vez que una diferencia natural ha sido un problema para la democracia, se ha intentado que desaparezca mediante el reconocimiento de derechos, como en el caso de los homosexuales. El vacío común debía crecer, no empequeñecerse. Pero desde el atentado de las torres iguales, como las llamaba Ferlosio, Occidente empezó a vivir una regresión en ese sentido que ahora nos ha conducido al actual estado de olvido y confusión.

Las razones son múltiples y complejas. Por una parte, el orbe democrático ha dejado de actualizar su pacto. Todo orden, también el religioso, se basa en el recuerdo constante de su fundación. El teatro de la misa, para los católicos, es una forma de mantener con vida la memoria de su jurisdicción moral. De la misma manera, la democracia también necesita ritos, ceremonias y lecturas que permitan tomar conciencia a la ciudadanía de sus obligaciones y de sus privilegios. Por ello la educación en los saberes intempestivos –y no sólo el adoctrinamiento en cuestiones prácticas– era tan importante. John Milton se dejó literalmente los ojos en el siglo XVII para reivindicar la importancia del conocimiento de los ciudadanos frente al absolutismo de los Estuardo. Si la Commonwealth no lograba dotar de autonomía racional a los súbditos, la tiranía volvería a reinar, como finalmente ocurrió. La democracia es un constante estado de alarma en el que el sentido crítico no puede bajar la guardia. Y ese sentido se mantiene despierto gracias a una constelación de textos, hechos históricos, teorías filosóficas y obras de arte que el espíritu democrático somete a una constante discusión, precisamente para impedir que se conviertan en letra muerta y umbral de los fundamentalismos. 

Sin embargo, la deriva comercial de todos los partidos políticos, convertidos en simples empresas del voto y en agencias del cargo, ha pervertido la esencia de la democracia, que se ha reducido a una frenética y constante cita electoral en la que el ciudadano no es más que una mercancía sometida a la propaganda cada día más pueril del dominio digital. Esa rutina va generando una sensación de hartazgo y futilidad que convierte nuestro sistema en una caricatura de sí mismo por el que ya muy pocos votantes tienen ganas de pelear. Pero cada vez que se desprecia frívolamente nuestra Constitución o se minimiza la importancia de la Unión Europea se está lesionando una tradición política y filosófica que nació en el siglo XVIII y que se ha nutrido de algunas de las crisis más terribles que ha sufrido Occidente a lo largo de su historia. Basta pensar un minuto en los millones de parias que en el siglo pasado quedaron al albur de los totalitarismos fascistas y comunistas –esas stateless persons en las que Hannah Arendt basó su teoría de que solo la ciudadanía garantizaba el cumplimiento de los derechos humanos– para que la vergüenza nos hiele la sonrisa.

«La democracia también permite que en su seno conviva la posibilidad de escuchar la doctrina cristiana o de cualquier otra religión al respecto»

Tomemos por ejemplo el caso del aborto. ¿Cómo puede ser que un asunto que ya parecía sancionado por la modernidad vuelva a ser polémico y se discuta en términos tan burdos como hemos tenido que soportar estas semanas? La era secular consiguió reconocer la potestad de la mujer con respecto a su embarazo, liberándola de la tutela religiosa y matrimonial. Por otra parte, la democracia también permite que en su seno conviva la posibilidad de escuchar la doctrina cristiana o de cualquier otra religión al respecto. Nunca como imposición pero sí como consejo privado. Pero la decisión de amparar legalmente el aborto se deriva de uno de los pactos fundacionales del concepto de ciudadanía. Somos los hombres, en tanto que seres lingüísticos, quienes establecemos las leyes éticas. Este principio, que parecía elemental, va camino de perder validez. Si de pronto los animales también tienen derechos y el hombre queda despojado de su excepción ética, entonces cualquier cosa es posible, incluso la prohibición del aborto en aras de ese mismo imperativo de sacralización biológica, como ha ocurrido en Estados Unidos. Y ahí es donde se pone de manifiesto la irresponsabilidad tanto de la izquierda como de la derecha. 

El reciente atentado de un presunto yihadista contra un sacristán en Algeciras ha evidenciado el mismo problema. Núñez Feijóo se apresuró a aclarar que los cristianos llevan mucho tiempo sin matar en nombre de su Dios. Además de tratarse de un triste consuelo, la declaración situaba el problema ético en el ámbito religioso y por tanto precivil. Porque el señor Feijóo no representa a los católicos, por muchos que haya entre sus filas, sino a los ciudadanos de una democracia representativa en los que reside la soberanía de un Estado aconfesional. Lo que se espera de un dirigente político en estas circunstancias es que recuerde y actualice el pacto fundacional de la democracia y reivindique el vacío del ágora en el que vivimos. Los sentimientos religiosos pertenecen al ámbito privado y cualquier intento de hacerlos prevalecer por encima de la neutralidad deben ser condenados con la mayor contundencia. Por su parte, Jaume Asens, presidente del grupo parlamentario de Unidas Podemos, replicó recordando que Núñez Feijóo preside un partido fundado por siete ministros de una dictadura que «en nombre de Dios torturó, asesinó o encarceló a centenares de miles de demócratas». De nuevo, un dirigente irresponsable pone los cadáveres sobre la mesa para recordarle al Estado que no podrá cumplir el sueño de la isonomía. Los fundadores de Alianza Popular, igual que los dirigentes del Partido Comunista, dejaron atrás su historial de sangre en 1978 para fundar un nuevo régimen que no estuviera basado, como el anterior, en la venganza. 

El atentado de las torres iguales fue el síntoma más espectacular del odio a la era secular propio de nuestros tiempos. En España ya llevábamos décadas sufriendo ese mismo odio con el terrorismo de ETA, cuyo objetivo era acabar con la democracia mediante la producción de cadáveres extranjeros a su comunidad tribal. Nuestra tarea en las próximas décadas va a consistir en denunciar sin descanso la perversión que supone utilizar la diferencia étnica, religiosa o histórica para sabotear el espacio común de lo civil. Porque las reivindicaciones de derechos deben aspirar a ampliar ese espacio y no a destruirlo mediante una apología de las identidades destinada a negar la virtualidad del igualitarismo. En esa labor deletérea es donde coinciden partidos como Vox y ERC, tan católicos ellos, empeñados en mancillar con su contenido natural el pacto que nos permitió emanciparnos de un soberano ungido por la poca gracia de su Dios. 

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