THE OBJECTIVE
José Luis González Quirós

Líderes y partidos

«Pablo Casado supuso que por el mero hecho de presidir el PP llegaría a la Moncloa y Feijóo parece orientarse con la misma brújula»

Opinión
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Líderes y partidos

Alberto Núñez Feijóo. | EP

Las razones por las que los electores votan unas u otras opciones políticas distan mucho de ser del todo claras, hay una variedad de motivos de todo tipo y esa complejidad es la que permite las oscilaciones políticas que, en no pocas ocasiones, escapan a las predicciones mejor fundadas mostrando que el futuro depende del pasado, pero no está determinado por él. 

En las democracias actuales es frecuente que quepa distinguir entre el voto atraído, o evitado, por los líderes y aquel que se fija en los partidos. En general cabe suponer que unos partidos sólidos y fiables son la mejor garantía de que la alternancia política sea una posibilidad real, es decir de que los ciudadanos puedan llevar a cabo una destitución pacífica del gobierno. 

Las distintas democracias se diferencian en buena medida por el peso relativo que en los partidos tiene el liderazgo. Hemos visto cómo en el Reino Unido el partido conservador ha podido mantenerse con cierta estabilidad en el poder pese a que ha tenido tres líderes distintos en muy poco tiempo, y eso es porque ese partido tiene una base muy sólida, secular. En España, por el contrario, los cambios de liderazgo suelen ser traumáticos, no se trata solo de que haya una persona distinta al frente del partido sino de que el partido mismo cambia de forma bastante radical. De hecho, nos hemos acostumbrado a hablar del PP de Casado como algo distinto al PP de Feijóo y del PSOE de Sánchez como algo muy alejado del de Felipe González, un uso que nos advierte sobre la endeblez de los partidos que lo soportan.

Los partidos cambian porque el tiempo nunca pasa en vano y no es lo mismo la España de 1982 que la de cuatro décadas después, pero es conveniente meditar sobre si esta primacía de los líderes sobre los partidos, cuyo caso inicial y ejemplar fue el de Adolfo Suárez sobre la UCD, es algo que debiera preocuparnos.

La Constitución de 1978 quiso que el presidente del gobierno tuviese unos poderes bastante extraordinarios, más fuertes, desde luego, que los de los premier británicos, y eso se ha traducido en que el poder de la presidencia del gobierno no ha dejado de crecer desde entonces. Que la sede de la presidencia se trasladase del palacete de la Castellana al palacio de la Moncloa fue una primera muestra de ese proceso que ha llevado de la media docena de asesores de Suárez a los cientos que emplea la corte de Sánchez, un político que supo ver con mucha claridad que si lograba colarse por la rendija de una moción de censura luego tendría un auténtico fortín a su disposición y podría conseguir que el parlamento se comportase como un servicio más de su casa, algo que está muy muy lejos de lo que podía permitirse Adolfo Suárez. 

Esta evolución de la democracia no nos lleva en ninguna buena dirección, porque cercena las posibilidades de cualquier equilibrio de poderes sin los que la democracia puede acabar convirtiéndose en un disfraz de la tiranía. No en vano Sánchez se ha esforzado por controlarlo todo, y con bastante éxito, lo cual constituye, por cierto, un serio motivo para desear que esta sea su última legislatura como presidente.

«El centro y la derecha no han tenido un modelo histórico al que acogerse y tanto Fraga como Aznar o Rajoy han hecho en su partido lo que les ha parecido mejor sin ninguna clase de cortapisas»

La democracia corre peligro con el excesivo poder de los líderes, pero las víctimas principales de este proceso están siendo los partidos y con ellos la idea de que la democracia consista en un proceso de abajo a arriba para reducirse a ser un sistema de legitimación de un poder ejecutivo cada vez más refractario a cualquier tipo de controles.

Los partidos españoles fueron protagonistas de la transición, entre otras cosas porque representaban lo contrario del franquismo que los consideraba como los auténticos enemigos de la patria, pero pronto se dejaron seducir por un modelo de liderazgo que los acabaría convirtiendo en meros escabeles del líder político. Ese proceso se atornilló en la Constitución al fortalecer el poder ejecutivo y dejar el legislativo en manos de los partidos que, a su vez, iban a depender en exceso del carisma del líder. 

Este proceso ha sido malo para la izquierda, pero todavía más grave para el centroderecha. Tanto la izquierda socialista como los comunistas heredaron una cultura de partido que, con todos los defectos que se quiera, garantizaba un cierto control interno y estableció órganos de debate y participación que ahora también han decaído. Los comités federales del PSOE podían durar días enteros en época de González, pero ahora los usa Sánchez para soltar cualquier soflama. El centro y la derecha no han tenido un modelo histórico al que acogerse y tanto Fraga como Aznar o Rajoy han hecho en su partido lo que les ha parecido mejor sin ninguna clase de cortapisas. 

El problema está en que, ahora, cuando más necesitaría el centro derecha la existencia de un partido sólido y fiable se encuentra con que no lo tiene. La situación se agrava porque, en buena medida, su electorado está acostumbrado a seguir a un líder y ahora tiene el problema adicional de escoger entre varios lo que obliga a estos a una peculiar pugna distinta a la que sería natural tuviesen con su principal adversario.

Cualquier dirigente del PP debiera preguntarse por las causas que han hecho que lo que fue un partido poderoso y unido con Aznar haya dejado de serlo y, sobre todo, que habría que hacer para conseguir de nuevo esa fortaleza perdida. La insensata costumbre de decir que sí a cualquier ocurrencia de los líderes evita que exista el lugar necesario para la reflexión, la autocrítica y la reforma, es decir para corregir el tiro y volver a dar en la diana. Pablo Casado supuso que por el mero hecho de presidir el PP llegaría a la Moncloa y Feijóo parece orientarse con la misma brújula suponiendo que el elector va a determinarse por la idea de acabar con Sánchez y dándole su voto por motivos de utilidad, pero podría pasar que esto tenga más de cuento de la lechera que de análisis bien fundado.

Los partidos tienden a ser oligárquicos, a olvidarse de que su función representativa no se consigue solo con unas elecciones que refrenden sus propuestas sino que requiere de cauces de participación y de sistemas de control y de equilibrio interno capaces de recoger la pluralidad del electorado. Necesitan crear una cultura organizativa democrática y funcionar de manera que permita un pluralismo que les enseñe a lograr acuerdos y a formular políticas. Esperar que una democracia pujante y creativa surja de unas estructuras monolíticas y autoritarias no tiene ninguna lógica.

El centro derecha debiera caer en la cuenta de que su división electoral es consecuencia de su absurda tendencia a negar un nivel operativo de democracia interna, de que, en su momento, Rajoy prefiriese la salida de liberales y conservadores a tener que hacer política contando con sus ideas e intereses para hacer más cómodo y llevadero su liderazgo. La fragilidad de la derecha y su descentramiento ha sido consecuencia directa de sus carencias, de su incapacidad para elaborar posiciones capaces de comprometer a sensibilidades e ideales distintos. Además, ese modelo de liderazgo sin tensiones ni compromiso interno ha servido para que la política se regionalice en el peor de los sentidos, para que sea cada vez más difícil sostener una política nacional. Cuando un partido no está sólidamente trabado hay liderazgos que pueden hundirlo, pero algunos todavía no parecen haber caído en la cuenta de ese riesgo estructural.

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