THE OBJECTIVE
Benito Arruñada

Salvemos la sanidad pública

«El ciudadano valora la sanidad pública, pero hacerla sostenible exige admitir sus limitaciones y asignar bien sus recursos. No será fácil»

Opinión
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Salvemos la sanidad pública

Salvemos la sanidad pública

Se extienden las huelgas en la sanidad pública. Aun dejando a un lado cierta dosis de oportunismo, es un síntoma grave, que no se presenta sólo en la sanidad española. Tras superar el covid, los sistemas sanitarios de los países desarrollados están sufriendo graves dificultades, especialmente el del Reino Unido. Como consecuencia, no sólo se alargan las colas y listas de espera, sino que sufrimos un exceso de mortalidad, superior al diez por ciento en Europa.

La causa más inmediata de la actual crisis sanitaria es la propia pandemia y, en concreto, los encierros. Éstos no sólo empeoraron la inmunidad de la población, lo que ahora origina más infecciones; sino que, sobre todo, retrasaron muchos tratamientos, debido a la menor oferta asistencial y al temor de los pacientes a contagiarse si acudían al médico o al hospital.

Pero el consiguiente aumento de demanda castiga más a aquellos sistemas sanitarios más rígidos, menos capaces de aumentar rápido la oferta y de racionar mejor la escasez. Es el caso de España, y por eso nuestra sanidad da crecientes señales de impotencia, que se suman a su tradicional dificultad para, además de ser eficaz, intentar ser eficiente.

Nuestra sanidad destaca por su eficacia, como revela el que incluso disfrutemos posiciones de liderazgo mundial en algunos indicadores, como los trasplantes de órganos, las muertes sanitariamente evitables o la longevidad medida como esperanza de vida. Pero esa eficacia esconde una deficiente asignación de recursos, que valora mucho esos logros pero no se preocupa tanto por asignar bien los costes. Por eso, su eficiencia es muy mejorable, como sugiere el que exhibamos mejores resultados en cuanto a esperanza de vida bruta que respecto a un objetivo más sensato, como son los años vividos con buena salud. Esta diferencia ya es significativa en términos promedio, pero entraña diferencias aún más gravosas en términos marginales.

No debe sorprendernos que seamos más eficaces que eficientes. La sanidad pública se financia con impuestos que pagamos todos como contribuyentes; pero, ante la práctica ausencia de copagos, tasas y precios moderadores, el coste que paga cada uno no varía con el uso que, como paciente, hace de los servicios. Es lógico que tendamos a usarlos mucho, a veces en exceso e incluso de forma trivial, cuando no frívola. Así resulta que los armarios rebosan de medicinas, los ambulatorios rurales sirven de club social y nuestra longevidad acumula años de baja calidad de vida.

«No sólo los pacientes hacen un uso frívolo de los recursos. Se habla menos de ello, pero quizá sea aún peor la frivolidad de las propias administraciones públicas»

Además, no sólo los pacientes hacen un uso frívolo de los recursos. Se habla menos de ello, pero quizá sea aún peor la frivolidad de las propias administraciones públicas. Puesto que tampoco pagan por los servicios que consumen, han ido cargando a los médicos de familia con un sinfín de tareas burocráticas, desde firmar recetas y bajas laborales a acreditar la aptitud para practicar yoga. Algunos de ellos ya dedican más tiempo al papeleo del gatekeeping que a atender a sus enfermos.

El que la demanda exceda la oferta disponible, y tanto en cantidad como en calidad, es ineludible cuando se proporcionan servicios valiosos a un precio por debajo de su valor, y máxime cuando ese precio es cero. En tal circunstancia, es necesario instrumentar mecanismos para racionar la escasez, lo cuales, idealmente, han de distinguir qué servicios son más valiosos y asignar los recursos en consecuencia.

Uno de nuestros signos diferenciales es que padecemos una exagerada aversión a hacer explícito —y, por tanto, más racional­— ese inevitable racionamiento de la escasez. Incluye esta aversión notable preciofobia, una oposición casi general a todo tipo de pago dirigido a moderar el consumo; pero el fenómeno también se manifiesta por el lado de la oferta, donde predominan sistemas de retribución fija, igualitarista e invariable con la productividad.

Ambos factores exacerban la actual crisis. Por un lado, la ausencia de tasas moderadoras aflora toda la demanda de forma indiscriminada; por otro lado, las retribuciones y presupuestos fijos de muchos proveedores hacen más rígida la oferta.

Urge ser pragmáticos. Con la actual organización, los problemas de fondo no se aliviarían con meras dotaciones de recursos. De entrada, es imprescindible reconocer que la situación de escasez es inevitable, no sólo porque la demanda es infinita sino porque ni los más partidarios de la sanidad pública quieren gastar en sanidad, digamos, un cuarto del PIB; y menos a costa de la enseñanza pública o las pensiones. Se trata de una obviedad, pero o se la niega de plano o se escamotea su corolario: hemos de aprender a racionar mejor.

Para racionar con sensatez, es preciso mantener en el ámbito político decisiones con fuertes componentes morales, como son las de pagar o no con fondos públicos determinados tratamientos, o si esos tratamientos deben o no condicionarse a copagos monetarios o a cambios en la conducta individual. El juicio moral debe guiar esas decisiones; pero racionalmente, sin rehuir la ponderación de sus consecuencias. No nos engañemos en este punto: cuando no las ponderamos de forma explícita, las ponderamos de la peor manera: por omisión y a ciegas. Toda decisión, por muy emocional que nos parezca, comporta una valoración implícita de costes y beneficios. Por ejemplo, no ser selectivos en un tratamiento puede hacernos sentir generosos; pero, dado que siempre vivimos en escasez, a menudo implica sacrificar otras actuaciones con más beneficios sanitarios pero menos beneficios políticos. Por ejemplo, como nos ha enseñado el covid, tendemos a gastar poco en medicina preventiva; y, dada la escasez, ello conlleva que relativamente gastemos demasiado en medicina curativa.

En cambio, carece de esa connotación moral y por tanto es preciso elegir con base en la eficiencia entre las diversas opciones organizativas, incluida la de si procede prestar los servicios a través de centros públicos o privados, o de híbridos público-privados. Esa elección ha de ir precedida de una discusión explícita de los pros y contras de las diversas opciones, sin olvidar que la ausencia de precios explícitos (copagos, salarios e incentivos) da entrada a precios implícitos que resultan a menudo tan o más nocivos (los tiempos de espera, con los consiguientes retrasos e incluso la no provisión del servicio; o, en las relaciones laborales, efectos negativos de autoselección y dedicación). Una discusión que, por supuesto, nunca debe olvidar que todos esos sistemas requieren de experimentación y prudencia para que el remedio no sea peor que la enfermedad.

Tenemos el deber de ser racionales si de verdad queremos ser justos. En una situación de escasez inevitable, lo más inmoral es descartar la eficiencia como criterio de decisión para decidir con base en la ideología o en los prejuicios.

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