'Sí es sí' y el caos
«Detrás de la actitud de Irene, además de miedo a perder una posición inmerecida, lo que asoma es la negación de la distinción entre la verdad y la mentira»
En el artículo titulado ‘Solo sí es sí’: 338 razones para dimitir, publicado en este mismo medio, Guadalupe Sánchez Baena argumentaba de forma inapelable no ya el despropósito de una ley que nunca debió ser aprobada sino la recalcitrante ignorancia de sus muñidores y, lo que es peor, su deshonestidad, porque siendo advertidos de que iban a meter la pata hasta el corvejón, ahora imputan su incompetencia a la mala fe de los jueces (y juezas, que hoy son mayoría).
Que esa ley es, dicho en castizo, una cagada, lo saben en la derecha, pero también en la izquierda, mal que les pese; es decir, lo sabe todo el mundo. Hay, por ahora, 338 razones, como bien titula Lupe, que lo demuestran y desgraciadamente habrá muchas más si no se tapona la herida por la que la Justicia se desangra. Imposible escabullirse.
En esto, y sin que sirva de precedente, hay un cierto consenso. Excepto para la pandilla de Igualdad, sus más incondicionales y ese cínico profesional llamado Pablo Iglesias, la resistencia numantina de Irene Montero provoca perplejidad e indignación a izquierda y derecha. Aunque los motivos de Irene son evidentes — si rectifica, se la comerán por lo pies—, a la fuerza ahorcan. Con las elecciones a la vuelta de la esquina, Sánchez necesita despegarse este chicle de la suela del zapato.
«Irene transformará este bochornoso episodio en un trance más de su titánica lucha feminista»
En cualquier caso, no cabe esperar demasiado. No habrá asunción de responsabilidades ni nada parecido a un mea culpa. Al contrario, Irene transformará este bochornoso episodio en un trance más de su titánica lucha feminista. Un último obstáculo a superar. El guion de esta secuela ya ha sido escrito a la carrera. La brava Irene negociará a cara de perro y, finalmente, salvará de las fauces heteropatriarcales el consentimiento, que es el alma del solo sí es sí. Y así el merecido escarnio se convertirá en un tributo a la heroicidad. Y colorín, colorado…
Sin embargo, en esta impostura hay algo más que se nos escapa. La cerrazón de Irene y su transfiguración en heroína no se explica solo como estrategia de resistencia a la dimisión, aunque es evidente que de esto hay bastante. Sea porque se engaña a sí misma, sea por una disonancia cognitiva auténtica, Irene ha acabado creyendo en su inocencia. Es más, ella y la pandilla woke que la respalda parecen habitar un universo paralelo donde la certidumbre de su sentimiento es absoluta y no admite controversia. No importan las evidencias contrarias, de hecho, no puede haberlas. La misión que les ha sido encomendada es tan elevada que se consideran intocables.
Es la misma dinámica que ha permitido al comunismo ser exonerado de sus crímenes no ya por sus correligionarios sino tácitamente por la sociedad en su conjunto, porque sus fines se perciben loables. Un caso muy distinto al del nazismo, que era racista e identitario y no defendía la igualdad de los seres humanos sino la imposición de unos sobre otros. En el comunismo fallaron, si acaso, las personas —somos imperfectos y corruptibles— y sus métodos, pero no las ideas, que eran puras y bienintencionadas. No en vano el comunismo es de alguna manera una interpretación del distributismo cristiano. O así lo entienden demasiados.
«Nada puede oponerse a su voluntad porque han venido a este mundo para salvarnos, ya sea del machismo o la emergencia climática»
En base a este argumento, Irene y el grupo que la rodea están convencidos de que son infalibles incluso cuando se equivocan porque, por encima de cualquier contingencia, son la encarnación del bien. La fe que los envuelve es una fe a toda prueba ante la que la razón deviene en villana. Nada puede oponerse a su voluntad porque han venido a este mundo para salvarnos, ya sea del machismo, la emergencia climática o del mismísimo Apocalipsis. ¿Qué más dará que se equivoquen si sus intenciones últimas son buenas y sus almas puras?
Si nuestro mundo fuera un mundo de adultos o, al menos, uno donde los que lo son no hubieran renunciado a su responsabilidad en la educación de los que vienen, la actitud de esta ministra habría sido inconcebible. Pero Irene se ha educado en un mundo nuevo, infantil, donde los niños se gobiernan a sí mismos y no pueden ser contradichos. Un mundo que, desprovisto de cualquier autoridad, avanza con paso firme hacia ese caos que antecede al auge del poder arbitrario. Por eso, lejos de asumir su responsabilidad en este desaguisado, Irene reacciona con rabia ante las verdades del barquero, con una gestualidad y unos respingos impropios del adulto, echando la culpa a los jueces, a la derecha, a la izquierda que se ha vuelto de derechas, a la opresión estructural, al heteropatriarcado y, en definitiva, a un Mundo Viejo que no comprende porque nadie se lo ha explicado, más allá de sus iguales.
Quiero decir que detrás de la actitud de Irene y de todos aquellos que la arropan y respaldan, además de miedo a perder una posición inmerecida, lo que asoma es la negación por sistema de la distinción entre la verdad y la mentira, de la realidad misma porque no se adapta a sus deseos. Este es el verdadero drama de la política que padecemos. Un drama que desborda las tradicionales fronteras entre izquierda y derecha, entre progresistas y conservadores, donde el feminismo los es todo y, por lo tanto, nada al mismo tiempo. Y donde las mujeres a las que se dice defender acaban siendo sacrificadas por el bien de una causa que es superior a ellas.