El «otro» ministerio
«Lo que parece más importante para este progresismo es posicionarse como el único actor con legitimidad para establecer los valores del presente para aplicarlos retroactivamente sobre el pasado»
El debate sobre la Ley de Memoria Democrática que entrara en vigor apenas unos meses atrás, hizo que la revisión del pasado ocupara el centro de la agenda pública con una intensidad que llama a la reflexión. Ahora bien, más allá de la particular historia de España y la forma en que las ideologías del presente se lanzaron a la caza del pasado, lo cierto es que esta suerte de neo-revisionismo podría enmarcarse en una tendencia más amplia. Me refiero, claro está, al clima cultural bastante peculiar dominado por una cultura «woke» progresista que prácticamente a diario nos ofrece espectáculos varios que van desde el derribo de estatuas y la intervención directa sobre planes de estudios, hasta la modificación de obras consagradas o la «cancelación» de artistas.
Por supuesto que al menos desde el 1984 de Orwell todos sabemos que quien controla el pasado, controla el futuro, y que quien controla el presente, controla el pasado, pero quisiera hacer allí una observación porque considero que la discusión actual aporta algo novedoso. En otras palabras, y para continuar con la metáfora orwelliana, pareciera que lo que está en juego es algo más que la creación del famoso ministerio de la Verdad que en la novela era el encargado de modificar el pasado en función de los intereses presentes del partido. Hay «otro» ministerio y es el que suelo llamar el «ministerio de la retroactividad».
«El eje está sobre todo en dejar el pasado quieto, como una foto sin contexto, a la cual poder juzgar desde el hoy con una asfixiante moral neopuritana en la que la disidencia ‘es de derechas’»
Con esto me refiero a que, antes que la creación de un pasado a medida, lo que parece más importante para este progresismo es posicionarse como el único actor con legitimidad para establecer los valores del presente para aplicarlos retroactivamente sobre el pasado. A veces el pasado incómodo necesita ser modificado. Es verdad. Pero el eje está sobre todo en dejar el pasado quieto, como una foto sin contexto, a la cual poder juzgar desde el hoy con una asfixiante moral neopuritana en la que la disidencia «es de derechas». Juzgar el pasado antes que modificarlo. Vigilar, (descontextualizar), y castigar.
La progresía, entonces, sostiene su clásica cultura de la queja, pero su hegemonía cultural le ha dado la posibilidad también de desarrollar toda una suerte de punitivismo moral que se da de bruces con su presunto antipunitivismo en materia de derecho penal tal como podría seguirse de otras de las controversias que atraviesan el debate público en España hoy.
El punto es que la conjunción entre este punitivismo moral y la ubicuidad de las redes sociales crea un clima irrespirable en el que el silencio y la autocensura se transforman en las conductas más sensatas. Porque un comentario desafortunado en un tweet de hace 10 años, o incluso un comentario afortunado en un contexto determinado diferente al actual, puede convertirse en el hecho que dispare un castigo social que todos ejecutan, pero de cuyo límite nadie se hace responsable.
Este aspecto es central para entender la perversión del fenómeno y las razones por las que la disputa se da más en el terreno de la moralidad que en el de la justicia penal. Es que uno de los principios centrales de la justicia penal es la proporcionalidad de la pena, esto es, a determinado delito, determinado castigo, sea una multa o una cadena perpetua. Porque desde el delito más pequeño al más aberrante, las penas tienen un límite que cuando se cumple extingue «la deuda» que el reo tenía con la sociedad.
En cambio, el revisionismo con fines persecutorios y cancelatorios nunca determina cuál es la pena a cumplir ni cuándo se extingue. Una nueva moralidad se aplica retroactivamente y la deuda para con la sociedad deviene eterna aun cuando las acusaciones sean variopintas y recorran toda una gama de opciones que van desde ser un misógino en el siglo XVI hasta haber hecho un comentario discriminatorio sobre la homosexualidad en un texto de la primera mitad del siglo XX. Es más, la deuda es a tal punto eterna que en algunos casos es intergeneracional y hace que, por ejemplo, los españoles de hoy deban responder por lo que hicieron los españoles hace más de 500 años.
Esta dinámica, a su vez, se da en el marco de una serie de contradicciones flagrantes. Por mencionar solo una, el mismo progresismo que es capaz de justificar que la identidad es un aspecto que se define gracias a lo autopercepción de los individuos, es el que considera que un hecho en la vida de una persona es suficiente para definir para siempre quién es o quién ha sido. En otras palabras, se puede modificar la identidad de género, pero el hecho de haber tenido una actitud racista en el siglo XVIII te condena a ser identificado como un racista para siempre y a no merecer ningún tipo de reconocimiento. Habría así identidades de las que se puede entrar y salir y otras que funcionan como una cárcel.
Un último punto para señalar es que con la aplicación retroactiva de presuntas faltas morales creadas en el presente, a su vez, todos se transforman en potenciales culpables. De aquí se sigue que no solo los que vivimos en la actualidad estamos en la mira, sino que hasta los muertos pueden cometer delitos sin necesidad de resucitar. De hecho, no faltarán artistas que sean cancelados por haber expuesto en un libro del siglo XIX su dieta rica en carne, o por haber consumido demasiada energía en la década del 60 sin tener conciencia de su huella de carbono.
Las críticas cada vez más frecuentes, e impensables apenas cinco años atrás, a la deriva autoritaria de este ideario progresista cuyas reivindicaciones generales son difíciles de no compartir, pareciera estar llevando a un resquebrajamiento de esta «cultura» y, como consecuencia, a su radicalización, como sucede cada vez que un proceso se debilita. Así, aun cuando este «otro» ministerio sigue funcionando e intenta atravesar todas las instituciones que constituyen hoy nuestra vida en sociedad, son cada vez más las voces que desde el conservadurismo y el liberalismo, pero también incluso desde ciertos nacionalismos y el marxismo más tradicional, están advirtiendo los peligros de este proceso. Cuál será el emergente de todo esto, lo desconozco. Solo sé que se viven, y se esperan, tiempos tan difíciles como interesantes.