THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

El dilema de la identidad

«Desprestigiadas las grandes ideologías, vivimos en un mundo de pequeñas identidades que requieren de pequeños tiranos cotidianos para funcionar»

Opinión
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El dilema de la identidad

Cartel del #MeeToo | Mihai Surdu (Unsplash)

Tras el fin de las monarquías absolutas y la posterior muerte de Dios, el sentido de pertenencia se trasladó del soberano y la religión a los sentimientos nacionales y, un siglo más tarde, a las grandes ideologías totalitarias, pero ambos conservaron los mismos códigos y mecanismos del viejo sistema de creencias. Hitler y Mussolini no fueron otra cosa que nacionalistas exacerbados: uno por el cientificismo racial; el otro por el mito de Roma. El comunismo pervivió como una creencia laica, salvo para los que lo padecen, y contra toda evidencia factual, hasta la caída del muro de Berlín. En todos los casos, las personas concretas fueron sacrificadas en el altar de las abstracciones. 

Estos gigantescos sistemas identitarios, basados en la ilusión pero sustentados en el crimen masivo y el oprobio, necesitaban enormes maquinarias propagandísticas y represivas y, por encima, tiranos que se arrogaban el derecho de ser los intérpretes infalibles de las esencias colectivas. Eran la voz del pueblo.

Desprestigiadas las grandes ideologías, ahora, vivimos en un mundo de pequeñas identidades, filosas y excluyentes, que requieren de pequeños tiranos cotidianos para funcionar. Algunas son hijas no reconocidas, brasas minúsculas de las grandes hogueras del pasado, como el nacionalismo vasco o catalán. Otras son de nuevo cuño. Colectivos en busca no de la igualdad sino del privilegio. No el legítimo derecho a de ser, sino el derecho de imponer. A la discriminación positiva no la salva el adjetivo. Feminismo hegemónico, movimiento LGTBIQ (seguro me faltan iniciales), animalismo, veganismo militante, activistas del cambio climático. El mismo impulso sectario, pero de matriz negativa, rige a los grupos de extrema derecha que han prolifero al amparo del anonimato de internet. Las voces ancestrales de la tribu son ahora los eslóganes de la secta.  

En El hombre desplazado Tzvetan Todorov utiliza su historia personal para explicar los problemas de la identidad: búlgaro exiliado en París de una familia judía no practicante con estudios universitarios en ruso que escribía en francés. Fue un «hombre desplazado», escindido entre sus distintas adscripciones identitarias. La identidad, afirma Todorov, es una necesidad humana que otorga seguridad psíquica y propósito vital, algo que lamentó no haber tenido. Es una fuerza no desdeñable. Pertenecer a un grupo puede ser un valor en sí mismo, aunque sea producto del azar: nadie escoge el lugar y condición de su nacimiento. 

Por el contrario, para Amartya Sen, economista y filósofo indio radicado en Inglaterra hasta su muerte y premio Nobel de Economía, la democracia ofrece una oportunidad inédita en la historia: la creación «a la carta» de la propia identidad. Para Sen, lo explica en Desarrollo y libertad, las identidades se forjan por afinidad, no por condición natural; por intereses profesionales y personales, no por origen. Un músico de jazz de San Francisco tiene más afinidades identitarias con otro músico de jazz de Varsovia que con su vecino del quinto, cristiano renacido.

La pregunta se sostiene: ¿es la identidad un hecho insoslayable o una construcción voluntaria? Más urgente aún es su deriva cotidiana: ¿salva aún el Liceo al joven radicalizado de la banlieue de matar en nombre de Alá?

«Estamos condenados a ser libres, lo cual significa que somos responsables de nuestros actos»

Una visión pesimista de la condición humana, como la de Stefan Zweig en Castellio contra Calvino, diría que no a la segunda pregunta. La mayoría de las personas sacrifica su libertad de manera voluntaria y es feliz en un marco rígido de certezas impuestas desde arriba por el sumo sacerdote de turno. Para Albert Camus, en el Hombre rebelde, la respuesta es dos veces no. La libertad es inherente a la condición humana y, por lo tanto, irrenunciable. Estamos condenados a ser libres, lo cual significa que somos responsables de nuestros actos. La propia vida de Camus sería ejemplo de ello: de los márgenes de Argelia al premio Nobel. 

La experiencia cotidiana –y los hallazgos científicos sobre los límites neurológicos del libre albedrío– no da pie al optimismo. Hay democracias plenas y sociedad del bienestar nunca antes vistas en la historia y, sin embargo, la gente que las puebla sigue, temerosa, en busca del refugio grupal (secta religiosa, colectivo sexual, club deportivo, partido político, clan familiar) y renuncia a enfrentarse al dilema de estar vivo y ser ciudadano libre.  Un mismo mal de época, el miedo a la libertad, explica fenómenos aparentemente inconexos. El auge de los manuales de autoayuda, por ejemplo. Respuestas sencillas y prácticas (perfectamente inútiles) para preguntas abiertas e irresolubles. La fascinación con la «cultura de la mafia» en el cine y la televisión (todo por la familia de adopción). El boom de los gamers y otras sectas virtuales. Los tristísimos clubes de fans. El lenguaje inclusivo. La explosión de las redes sociales y la falsa seguridad del número de seguidores o amigos. También el auge brutal de la literatura del yo se explica así. Todos quieren ser parte de la tribu más rentable, la de las víctimas. Me too.

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