Froilán y mi uña del dedo gordo del pie
«Tiene más tirón que Tenorio y Bisbal juntos, que retratan a la verdadera España y cuyo éxito, lejos de los ‘trending topics’, es más real que Quevedo o Nathy Peluso»
A los garitos modernos ya no van Gámez, el astronauta, Mari la Tetas, ni el novillero poeta con su mujer. A los antros de nuestro tiempo acuden «aluniceros, ultras, narcos y futbolistas», dice la prensa, y en esa descripción escuchamos al mejor Sabina. Ya no existen cafés de Nicanor, sino saunas reconvertidas en putiafters en el corazón de Azca, que es ese barrio de Madrid habitado por una clase medio alta que quisiera ser alta, con esos pasadizos viarios y ochenteros en torno a la calle Edgar Neville, director de cine muerto y que nadie conoce, cuya peli de catacumbas, La torre de los siete jorobados, nadie ha visto y que sin embargo da cierta solera a esa zona tecnócrata como un febrero gracias a saber qué privilegio o amistad con el concejal de urbanismo de turno. No muy lejos, la calle Capitán Haya… «por si la noche falla», que se decía, en alusión a sus cenicientas de saldo y esquina.
En el club Sublime de Azca, se coció la última noche de Froilán y se coció también este principito destronado y corrompido desde la cuna, criado en una familia que, si no fuera real, podría cumplir los patrones de la desestructuración social propia de un Carabanchel cualquiera: abuelo prófugo, padre excocainómano, tío expresidiario y «corruzto» y, eso sí, sobrino de un Rey que de momento aguanta como el último inmaculado.
Siendo un tema que me interesa nada, cada vez que Froilán hace de las suyas se nos inundan las redes sociales con sus andanzas de crápula de sangre azul, con sus hábitos discotequeros más cercanos a Paquirrín que a un Beau Brummel. Intento vivir al margen del froilanismo entendido como moda, pero el froilanismo está ahí, ya ha llegado y no se irá hasta que logre sus fines, entiendo ahora.
«Intento vivir al margen del froilanismo entendido como moda, pero el froilanismo está ahí»
Ya en 2015, cuando el infante en cuestión apenas tenía diez años, tuvimos noticia de la creación, en Galicia, del Partido Froilanista, que se toma el froilanismo en serio. Estos neocarlistas extremos reivindican la figura de «Froilán III» como el llamado a ser el monarca del Reino de Galizia, con lo que se restituiría el honor perdido con «la degradación del estatus de Reino a Ducado de Lugo». También exigen estos nostálgicos locoides que Lugo pase a ser la capital de ese reino fantástico, lo cual también ayudaría a poner en el mapa a esa ciudad de la que solo conocemos sus murallas. ¡Lugo existe! ¡Viva Rekiario!
Froilán apenas tiene 24 años y parece que lleva toda la vida entre nosotros. ¡Nació cuando la Francia de Zidane ganó su Mundial! Ayer. Sin embargo, tiene más tirón que Manu Tenorio y Bisbal juntos, esos músicos que retratan a la verdadera España y cuyo éxito incombustible lejos de los trending topics es más real que Quevedo o Nathy Peluso. Froilán es real, tiene sangre real y podría ser un rey real. Dice que lo único real es la muerte, de ahí lo de reo.
Si no fuera por una ley de rancio abolengo testosterónico, la infanta Elena pronunciaría cada Nochebuena el discurso de Navidad. Y su hijo Froilán, versión castiza del príncipe Harry, sería el siguiente en hacerlo. ¿Quién escribirá su biografía?
El otro día se me cayó la uña del dedo gordo del pie. Estaba azul como el mar Cantábrico tras una tormenta, malherida tras un partido de tenis demasiado vigoroso para mi edad. Cayó sola, sin sangre, como cayó el franquismo, sin que nadie atentara contra un dictador que «murió en la cama», pero tras décadas de resistencia y oposición clandestinas, así como avances sociales subterráneos.
En un momento en que las infantas se esconden en Gales, una viendo pelis de Kurosawa y la otra jugando al fútbol, me acuerdo de esa uña. Del avance soterrado de la uña sustituta y renovada que hizo caer el cuerpo necrosado sin apenas trauma. Parecido proceso podría replicarse con esta monarquía parlamentaria que tiene en el froilanismo punk, en ese amplificar sus patéticas cogorzas de niño mal, un indicio revelador de que a esta familia desestructurada quizá le queden menos telediarios de los que pensamos.