Vargas Llosa ya era inmortal
«La cultura verdadera, la única que vale y queda, es aquella que se transmite de ensayo en ensayo, de reseña en reseña, de libro a libro, hasta configurar una obra. Todo lo demás es decorado»
En La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa estudia las consecuencias para la democracia y su hija rebelde, la libertad, de la degradación de la alta cultura en las pantanosas aguas del entretenimiento. También denuncia el papel de comparsa del intelectual en las sociedades contemporáneas, y el peligroso proceso que lleva a minusvalorar como «elitista» o «minoritario» toda creación profunda y sin concesiones. Lo más grave es la desaparición de la crítica y su sustitución por la publicidad. Ya nadie separa el trigo de la paja. Y en esa pérdida se produce una igualación a la baja que perjudica a todos. Este análisis no sólo no ha perdido nada de su vigencia, sino que se volvió profético con la aparición de las redes sociales.
La prensa ha participado activamente de ese camino de envilecimiento. Las demandas del público como único propósito para seguir en el mercado produce, por un lado, el amarillismo informativo y, por el otro, la prensa rosa. Y esto es así porque la información más popular es aquella que apela a los más bajos instintos. Nada entretiene más que la calamidad ajena y la intimidad de los famosos. La prensa como un balcón para asomarse a la vida privada de todo aquel que ocupe un lugar dentro de la vida pública de su sociedad.
En España, este fenómeno tiene dimensiones de patología que dejo a los sociólogos interpretarla. Lo cierto es que ha generado una industria masiva, en la televisión, la radio, las revistas y la prensa, de la que es casi imposible abstraerse por su increíble capacidad de ubicuidad. No hay medio, debate, cátedra, conversación serios que no acabe de una manera o de otra salpicada de este fango rosado.
Este mundo rosa estaba, en su origen, centrado en la gente famosa por hacer algo de manera destacada –toreros, cantantes, actores, deportistas–, cuyas vidas eran minuciosamente escrutadas por el rabillo de la cerradura. Este impulso generó, desde hace al menos dos décadas, una fauna parasitaria altamente nociva: el famoso sin oficio ni beneficio. El famoso sin profesión. El famoso que vive de ser famoso.
El mundo rosa es un mundo con reglas claras y nadie forma parte si no quiere. Basta con cerrar la puerta en las narices de los falsos periodistas e ignorar sus cantos de sirena, incluso si son altamente lucrativos. También es verdad que por diversas razones alguien puede quedar atrapado en ese fango, cuya fuerza magnética es directamente proporcional a su fuerza destructiva. Ese fue tristemente el caso de Vargas Llosa: el crítico e intérprete, preso contra su voluntad en las redes del universo que denuncia y rechaza.
«Mario Vargas Llosa no necesita nada para demostrar que pertenece al mundo de la alta cultura como uno de sus más grandes creadores y pensadores a nivel mundial»
Mario Vargas Llosa no necesita nada para demostrar que pertenece al mundo de la alta cultura como uno de sus más grandes creadores y pensadores a nivel mundial. Como ha escrito Gabriel Zaid en El secreto de la fama, la cultura verdadera, la única que vale y queda, es aquella que se transmite de ensayo en ensayo, de reseña en reseña, de libro a libro, hasta configurar una obra. Todo lo demás es decorado.
Ahora que se concretó el ingreso de Vargas Llosa a la Academia Francesa, único escritor de lengua española en lograrlo, se ha querido presentar el acontecimiento como un antídoto contra el tufo envenenado de la prensa rosa. Es un error. Y menos si ese ingreso se sazona en las redes con temas personales. Vargas Llosa ingresa a la Academia Francesa por sus aportes a la cultura de ese país. Ahí esta su magistral prólogo a Madame Bovary, convertido en libro auntónomo (La orgía perpetua) y ahí queda también su brillante estudio de Los miserables y Víctor Hugo. Sus méritos son objetivos, pero la inmortalidad de Vargas Llosa se la da el conjunto de su obra, no ocupar un sillón en la institución ideada por Richelieu.
De hecho, para mí, es la Academia Francesa la que se premia a sí misma incluyendo entre sus filas a alguien como Vargas Llosa. Yo no conozco a ningún autor que haya escritor cinco obras maestras –La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo– sin que ninguno de los otros títulos que ha escrito a lo largo de su trayectoria dejen de ser de altísima calidad e interés. Pienso en El hablador, La historia de Maura o La tía Julia y el escribidor.
A esta obra única se sumó, cuando el literato descubrió el liberalismo –en buena medida gracias al mundo anglosajón–, el intelectual público comprometido con la cultura de la libertad, incluida su heroica participación política que nos regaló en su fracaso otra obra maestra, El pez en el agua.
Estoy seguro de que Mario Vargas Llosa, que cayó enamorado de la reina de aquel mundo rosa, tiene la fuerza personal y el talento aun a sus ochenta y seis años, para salir de él sin demasiadas rozaduras. Y que, incluso, le dé material para seguir engrosando su obra inmortal. Ya lo estamos esperando sus lectores fieles.