Algún día nos avergonzaremos
«Las autoridades francesas recibieron al rey Juan Carlos con respeto mientras que los españoles lo condenamos a pasar los últimos años de su vida exiliado»
Ya obra en mi poder el libro de Jorge Vilches sobre la Primera República. Me reservaré el último fin de semana de febrero para leerlo, pero a juzgar por una primera hojeada y por lo que recuerdo del bachillerato, fue aquella una época, tras la retirada de Amadeo de Saboya, en parte bochornosa, una época de ribetes grotescos, con cinco presidentes en dos años, regiones declarando la independencia, cantones en guerra los unos con los otros. Fue la hora estelar de los saltimbanquis… pero ¿no lo son todas? A veces, pensando en nuestra época, se me ocurre que si hubiéramos de vivir cien años más, entonces, allá por el siglo XXII, echando una mirada retrospectiva a nuestros tiempos, nos sonrojaríamos. Algunos, adelantándose al futuro, ya se sonrojan por haber sido capaces sólo de alumbrar a una clase gobernante del nivel que tiene y que se comporta como se comporta -no hace falta ahora definir ni insultar a nadie en concreto, dejo ese bajo placer a los lémures con seudónimo-.
Claro que, cuando observamos el pasado reciente, nos parece que siempre fue así: grotesco en todas partes. El porvenir es un juego de aficionados. En el siglo pasado, ¿qué sustancia, qué categoría tuvo la dirigencia política de las grandes naciones, que las llevó a la autodestrucción en dos guerras mundiales… innecesarias, evitables? Sin posibilidad de ensayar nuestra obra de teatro, improvisamos, y una fatalidad rige la Historia para condenarnos al error, en el que somos contumaces. En el futuro, cuando pensemos en la guerra de Ucrania, ¿no nos sorprenderá no haberla previsto y evitado, ocupados como estábamos en cosas supuestamente más urgentes?
«Aquí abunda demasiado la envidia, el resentimiento y cierta rusticidad moral revestida de convicción democrática»
Somos todos muy listillos, hinchados de presunciones, diciéndoles a los demás qué es lo que tienen que hacer y cómo tienen que pensar. Pero si ahora no, en el futuro nos avergonzaremos de esta representación. No me cabe ninguna duda. Nos diremos: ¿cómo pudimos ser tan… tan rematadamente toscos? Lo pienso ya ahora de vez en cuando, asistiendo a los shows de la vida pública, y lo pensaba, una vez más, el otro día, viendo la recepción que le tributaron las autoridades francesas –desde el presidente Macron hasta la directora de la Academia, la historiadora Hélène Carrère d’Encausse, que sobre todo en los últimos tiempos de la URSS publicó libros tan instructivos sobre la decadencia del imperio soviético— a Juan Carlos de Borbón, exrey de España. Le recibieron con respeto y simpatía, como a la figura positiva y de trascendencia histórica que es. Mientras los españoles, que somos los más beneficiados por su magnífica trayectoria y por los servicios incalculables prestados a la nación durante décadas –las mejores, según consenso general, de la historia reciente-, no sólo lo forzamos a pedir perdón público -¡pedir perdón!— por haberse ido de cacería en mal momento, y luego a abdicar, sino que hurgamos y rehurgamos en sus debilidades eróticas o financieras y lo condenamos a pasar los últimos años de su vida exiliado, a miles de kilómetros, en una mansión en el desierto, en un no-lugar de lujo, acogido a la hospitalidad de un emir.
Espero que el día en el que le sorprenda la muerte –que siempre es una sorpresa, hasta en los centenarios-, le sorprenda allí, en tierras mahometanas: esto lo convertirá del todo en una figura literaria, un personaje formidable y tradicionalmente español. Pero que la novela subsiguiente la escriba algún hombre de letras francés, aquí abunda demasiado la envidia, el resentimiento y cierta rusticidad moral revestida de convicción democrática y de beata indignación, por lo que con frecuencia se nos escapa el sentido de conceptos como «gracia», «gratitud», «grandeza», y otros no menos encantadores.