Los insectos y el fin
«La cantinela de la desaparición de las abejas y de la humanidad vuelve a repetirse. Habrá que acudir a la literatura -Kafka, Jünger, Nabokov- para hallar otras claves»
Primero fueron las abejas y su desaparición como aviso apocalíptico: si desaparecen las abejas –se nos dijo– desaparecerá la humanidad. La sombra del apocalipsis es una constante en la recámara de nuestras vidas. Si nos despistamos un momento, ya estamos pareciéndonos a los siervos del año 999, los que dejaron los campos sin labrar ni sembrar porque al año siguiente llegaba el fin del mundo. Y sólo somos hijos y nietos de Hiroshima y la Guerra Fría. O de su publicidad milenarista vía cómics y películas de ciencia-ficción. Esto del milenarismo también participa de lo mismo y lo vimos reaparecer con cierta fuerza cuando se acercaba el 2000 y las guerras en Irak y en fin, que el doctor Philippulus y su gong –La estrella misteriosa– nunca descansan.
El misterio de la mortandad de las abejas se solventó achacándolo a los insecticidas y uno pensó en la gran hambruna de Mao, cuando los pájaros se comían el trigo y en Pekín decidieron matarlos con el veneno del cansancio. Los campesinos, al dictado de los comisarios del pueblo, salieron con carracas y matracas a meter ruido día y noche, y los pájaros, asustados por el estruendo, no podían posarse en los árboles y descansar y acabaron muriendo por extenuación. Pensé también en lo que hubiera dicho Maeterlinck y en el personaje que noveló José Luis de Juan en El apicultor de Bonaparte.
Ahora nos avisan de otras desapariciones: las mariposas de Gran Bretaña han dejado de volar y libar en la mitad de lugares donde lo hacían y el declive de muchas otras especies de insectos, según Le Monde, es alarmante. ¿La causa? Se desconoce, aunque parece que lo padecen con más intensidad aquellas regiones «dominadas por la actividad humana y la agricultura intensiva» (sic). Es posible que sea así, pero cuando pensamos en zonas de gran actividad humana pensamos en las ciudades y todas se alzan sobre monstruosos batallones de cucarachas, que también son insectos. Asquerosos y sin la elegante belleza de las mariposas, ni la minuciosa laboriosidad de las abejas, pero insectos también. Que sobreviven a la actividad humana y se nutren de ella hasta el punto de que si desaparecemos de la faz de la Tierra quedarán las cucarachas, puede que las hormigas y los «marditos roedores». O eso dicen. Y los cocodrilos, imagino, que tanto tiempo llevan superando toda catástrofe. Hace un millón de años –recordémoslo ahora que ha muerto la imponente Raquel Welch de la película del mismo título– ya tenían la pinta que tienen ahora. Y siguen. Los cocodrilos, digo.
«Kafka fue un visionario e inventó un proceso ‘trans’ con Gregorio Samsa y su metamorfosis»
Pero volvamos a los insectos que por un lado desaparecen y por otro nos dicen que han de ser la comida del inmediato futuro, a ver quién se aclara. Porque la cantinela de las abejas y la desaparición de la humanidad se vuelve a repetir con otros nombres. ¿Hay por ahí alguna buena noticia? Habrá que acudir, como siempre, a la literatura para hallar otras claves: Kafka fue un visionario e inventó un proceso trans con Gregorio Samsa y su metamorfosis. Jünger se pasó la vida buscando y coleccionando coleópteros, tan blindados que algunos parecen los Panzer de entonces o los Leopard ahora: Ucrania entonces y Ucrania ahora. Y Nabokov fue un fascinado lepidopterólogo que se hizo escritor porque veía las palabras como mariposas, o un escritor maravilloso que sólo en las mariposas encontró a sus iguales: del cromatismo de sus alas al cromatismo de los juegos verbales del autor ruso.
Tanto Jünger como Nabokov dieron nombre a una familia de su especialidad: coleóptero el primero, lepidóptero el segundo. Pero el más visionario, sin duda, fue Kafka. Y ahí están los tres mientras nos dicen que desaparecen los insectos y que somos los siguientes. Desde luego en Melancholia, de Lars Von Trier –la mejor película que he visto sobre el fin del mundo– no recuerdo que apareciera ningún insecto.