El falso demócrata
«La mentira de un gobernante es un síntoma de su desprecio a los ciudadanos y, por tanto, una prueba de su falta de convicción democrática»
Parece evidente que no todo el que se declara demócrata lo es. Fidel Castro expresó en varias entrevistas sus profundas convicciones democráticas. «Yo soy un demócrata», aseguró Augusto Pinochet al someter a referéndum su continuidad en el poder. Democracia popular se llamaba a las dictaduras comunistas, como una democracia orgánica se describía a sí mismo el régimen franquista y República Democrática Alemana se denominaba precisamente la mitad de Alemania que no lo era.
Incluso al frente de un gobierno democrático puede haber quien se declara demócrata sin actuar como tal. Richard Nixon utilizó los servicios secretos del Estado para espiar a sus rivales políticos con el propósito de obtener una ventaja que, en realidad, hubiera desvirtuado las elecciones. Algunos gobernantes europeos se vendieron a potencias extranjeras, utilizaron dinero público para su enriquecimiento personal o pactaron con la Mafia. Donald Trump incitó a una revuelta popular para impugnar el resultado de las urnas.
La calidad de una democracia se mide, entre otras cosas, por el comportamiento de quienes la gobiernan, que debería ser ejemplar, no por su conducta personal, pero sí por su respeto a las normas y a las instituciones. No sé si el declive democrático comienza con el deterioro del comportamiento democrático de sus gobernantes o es al revés, pero ambas cosas están estrechamente relacionadas.
Las presidencias de Trump o de Berlusconi coinciden con periodos de decadencia democrática en Estados Unidos e Italia, igual que las de Cristina Fernández de Kirchner o López Obrador en Argentina y México. Hace algunos años esos gobernantes antidemócratas eran algo más excepcionales en las democracias del mundo, pero hoy se van haciendo cada vez más frecuentes. Entre Nixon y Trump transcurrieron más de 40 años, mientras que ahora el segundo de ellos amenaza con volver sólo cuatro años después de haber dejado el poder.
«Las democracias pueden sobrevivir a un gobernante que no es demócrata. Pero la experiencia demuestra que es recomendable deshacerse de él lo antes posible»
Tal vez una de las razones de la mayor reincidencia en la actualidad de gobernantes no demócratas sea que los ciudadanos, algo frustrados por la incompetencia generalizada de quienes les gobiernan, les prestan menos atención en todos los sentidos; empieza a darnos igual quién nos gobierne. También cuenta la década que llevamos ya escuchando el mensaje populista contra la democracia liberal. En definitiva, nos hemos hecho menos exigentes con nuestros gobernantes. Una mentira, ni siquiera sobre una asunto trascendental, era suficiente hace poco tiempo para que rodara la cabeza de un ministro. Hoy lo excepcional es escuchar una verdad.
Y esto es señal inequívoca de un claro retroceso, porque la mentira de un gobernante es un síntoma de su desprecio a los ciudadanos y, por tanto, una prueba de su falta de convicción democrática. El declive en este sentido es tan alarmante que, a veces, los periodistas confundimos la mentira con «hacer política» o «gestionar una crisis».
Un gobernante que miente a los ciudadanos no es un demócrata, por mucho que gobierne una democracia. Como no lo es el que utiliza las instituciones democráticas en su beneficio, en el de sus amigos o con la intención de perjudicar a sus rivales políticos. Un político que se burla de los debates parlamentarios no es un demócrata. Como no lo es el que insulta a los periodistas, les niega las respuestas a sus preguntas o sustituye con propaganda pagada por el contribuyente su obligación de rendir cuentas ante los medios de comunicación de todo signo político y ante los representantes de todos los partidos sentados en el Congreso.
Como hemos visto antes, las democracias pueden sobrevivir a un gobernante que no es demócrata. Pero la experiencia demuestra que es recomendable deshacerse de él lo antes posible.