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El falso demócrata

«La mentira de un gobernante es un síntoma de su desprecio a los ciudadanos y, por tanto, una prueba de su falta de convicción democrática»

Opinión

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno. | EP

Parece evidente que no todo el que se declara demócrata lo es. Fidel Castro expresó en varias entrevistas sus profundas convicciones democráticas. «Yo soy un demócrata», aseguró Augusto Pinochet al someter a referéndum su continuidad en el poder. Democracia popular se llamaba a las dictaduras comunistas, como una democracia orgánica se describía a sí mismo el régimen franquista y República Democrática Alemana se denominaba precisamente la mitad de Alemania que no lo era.

Incluso al frente de un gobierno democrático puede haber quien se declara demócrata sin actuar como tal. Richard Nixon utilizó los servicios secretos del Estado para espiar a sus rivales políticos con el propósito de obtener una ventaja que, en realidad, hubiera desvirtuado las elecciones. Algunos gobernantes europeos se vendieron a potencias extranjeras, utilizaron dinero público para su enriquecimiento personal o pactaron con la Mafia. Donald Trump incitó a una revuelta popular para impugnar el resultado de las urnas.

La calidad de una democracia se mide, entre otras cosas, por el comportamiento de quienes la gobiernan, que debería ser ejemplar, no por su conducta personal, pero sí por su respeto a las normas y a las instituciones. No sé si el declive democrático comienza con el deterioro del comportamiento democrático de sus gobernantes o es al revés, pero ambas cosas están estrechamente relacionadas.

Las presidencias de Trump o de Berlusconi coinciden con periodos de decadencia democrática en Estados Unidos e Italia, igual que las de Cristina Fernández de Kirchner o López Obrador en Argentina y México. Hace algunos años esos gobernantes antidemócratas eran algo más excepcionales en las democracias del mundo, pero hoy se van haciendo cada vez más frecuentes. Entre Nixon y Trump transcurrieron más de 40 años, mientras que ahora el segundo de ellos amenaza con volver sólo cuatro años después de haber dejado el poder.

«Las democracias pueden sobrevivir a un gobernante que no es demócrata. Pero la experiencia demuestra que es recomendable deshacerse de él lo antes posible»

Tal vez una de las razones de la mayor reincidencia en la actualidad de gobernantes no demócratas sea que los ciudadanos, algo frustrados por la incompetencia generalizada de quienes les gobiernan, les prestan menos atención en todos los sentidos; empieza a darnos igual quién nos gobierne. También cuenta la década que llevamos ya escuchando el mensaje populista contra la democracia liberal. En definitiva, nos hemos hecho menos exigentes con nuestros gobernantes. Una mentira, ni siquiera sobre una asunto trascendental, era suficiente hace poco tiempo para que rodara la cabeza de un ministro. Hoy lo excepcional es escuchar una verdad.

Y esto es señal inequívoca de un claro retroceso, porque la mentira de un gobernante es un síntoma de su desprecio a los ciudadanos y, por tanto, una prueba de su falta de convicción democrática. El declive en este sentido es tan alarmante que, a veces, los periodistas confundimos la mentira con «hacer política» o «gestionar una crisis».

Un gobernante que miente a los ciudadanos no es un demócrata, por mucho que gobierne una democracia. Como no lo es el que utiliza las instituciones democráticas en su beneficio, en el de sus amigos o con la intención de perjudicar a sus rivales políticos. Un político que se burla de los debates parlamentarios no es un demócrata. Como no lo es el que insulta a los periodistas, les niega las respuestas a sus preguntas o sustituye con propaganda pagada por el contribuyente su obligación de rendir cuentas ante los medios de comunicación de todo signo político y ante los representantes de todos los partidos sentados en el Congreso.

Como hemos visto antes, las democracias pueden sobrevivir a un gobernante que no es demócrata. Pero la experiencia demuestra que es recomendable deshacerse de él lo antes posible. 

20 comentarios
  1. sanpedro

    Es un canalla, pero a la ministra Alegria le parece guapo y con eso tiene el cielo ganado.

  2. Fedeguico

    La “democracia” que tanto ilusionamos es un gran fraude político, un artificio construido a partir de un equívoco concepto que se presta demasiado a zafias manipulaciones y a que cada cual lo interprete a su manera. Lo innegable es que el prestigio popular de que goza el ideal democrático deriva de su asociación, más o menos consciente, con el autogobierno, el estado de derecho y la posibilidad de librarse de manera incruenta de malos gobiernos, pero por desgracia el modo concreto en que se implementa esta aspiración, reduciéndola casi a una mera regla de mayorías de aplicación periódica, la adultera completamente sin necesidad de hablar de los dictadores “democráticos”, aquellos que directamente se arrogan la voluntad popular y se autoerigen en sumos sacerdotes de la misma.
    La democracia que reclamamos es una idea oscura y confusa. Autogobierno y soberanía popular se contradicen, porque los sujetos de derechos y obligaciones sólo podemos ser individuos, no colectivos. La única posibilidad real de autogobierno sería pues la instauración de una soberanía individual sólo limitada por el principio de prohibición de todo inicio de violencia, pero, como esto ni siquiera se contempla, nos conformarnos con una tosca parodia en la que los grupos mejor organizados y beligerantes imponen sus intereses al resto según la ley del más fuerte.
    Un estado de derecho significa ante todo estricta limitación del poder político, por lo que en sentido cabal sólo cabría hablar de democracia en un Estado mínimo. Los Estados intervencionistas e hipertrofiados que impone el socialismo de toda laya son, por tanto, radicalmente antidemocráticos.
    La insoslayable conclusión es que cualquier gobierno socialista resultara ilegítimo por esencialmente antidemocrático, por mucho que ganara unas elecciones aunque fueran limpias; es decir, aunque no engañara, no promulgara leyes anticonstitucionales, no violara distintos derechos fundamentales con la legalización del infanticidio, ataques a la seguridad jurídica, la igualdad ante la ley y la presunción de inocencia, mordazas a la libertad de expresión, restricciones al libre mercado, confinamientos ilegales, acoso al disidente, adoctrinamientos ni coacciones más o menos veladas; aunque no controlara el TC ni los medios de comunicación; no creara redes clientelares ni dilapidara recursos públicos para comprar apoyos; no confiscara el fruto del trabajo de los españoles con impuestos salvajes; aunque no cometiera esas y otras tropelías descaradamente antidemocráticas, cualquier gobierno de izquierdas o asimilado acabaría siendo ilegítimo por cuanto por definición debería consumar la coacción sistemática sobre el individuo para transformar la sociedad en una dirección supuestamente correcta.

  3. Esparta234

    Cierto es que un gobierno que miente a sus ciudadanos no es un demócrata, pero tampoco lo es cuando miente la oposición o inventar campañas difamatorias para conseguir sus objetivos. . En la España política la verdad no es la norma, sino una excepción . Por cierto, discrepo totalmente cuando se dice que la conducta personal de un político no cuenta par medir el nivel democrático. Ese es precisamente el problema de España. No exigimos providad a nuestros políticos . Perdonamos graves faltas a quien es de «los nuestros» mientras nos rasgamos las vestiduras por «la paja en ojo ajeno» . Dejamos que sean otros, en especial los medios, quienes nos dictan lo que está bien o mal en función de sus intereses y no de unos principios éticos relegados desde hace mucho tiempo al armario de los trastos, y que solo se desempolvan cuando conviene. Por supuesto que un gobernante que miente como hace Sánchez es una pesada losa en nuestra democracia. Pero la alternativa que nos venden los medios no es mucho mejor. O es que acaso no mintieron Gonzalez, Aznar, Zapatero o Rajoy ? Basta una mirada a la emeroteca para comprobar que ninguno de ellos se libra de este pecado. Y asi nos va.

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