Jerusalén y el espíritu humano
«La fe no mueve montañas, pero sí traza rostros angelicales en las iglesias, fabrica candelabros dorados y esculpe minaretes»
Somos hijos de Roma, nuestra «progenitora gestante», que a su vez es hija putativa —no biológica— de Atenas y Jerusalén. Así que decidí visitar esta última por ser la ciudad más trans de todas (en su acepción de prefijo, no de apócope): traslúcida y trascendental. Transustancial y trastienda.
La ciudad del Templo del pueblo judío, saqueada y conquistada por los grandes imperios de la Antigüedad (babilónico, persa, macedonio y romano) y del mundo contemporáneo (otomano, francés, zares y británico), fue cuna del cristianismo y el gran anhelo de Mahoma, que pudo hacer una selección a mano de sus antecesores. Pura ingeniería teológica. El Muro de los Lamentos sostiene la Explanada de las Mezquitas desde donde se admira mejor que en ningún otro lugar Getsemaní. La disputa por Jerusalén es lógica, como un algoritmo. E irresoluble, como toda disputa religiosa.
El monoteísmo suele ser intolerante. Ha renunciado a todos los dioses menos al suyo, único verdadero. Es intolerante hasta el martirio cuando es minoría perseguida. Por eso era incomprensible para Vespasiano la obstinación judía en no honrar a sus dioses. Qué más les daba acomodar a Jehová entre Júpiter y Minerva y llevar la fiesta en paz. Lo mismos pensaba Domiciano de la fe cristiana. Menos heroica, pero igualmente intolerante, es como religión oficial que se expande como el fuego, devorando en sus llamas purificadoras cualquier otro credo. Jerusalén, tierra de salafistas y cruzados. El monoteísmo es también intolerante consigo mismo. Su mayor celo es contra el hereje: judíos ultra-ortodoxos contra judíos laicos, chiitas contra sunitas, católicos contra protestantes y ortodoxos, Calvino contra Servet. Su mayor desprecio, contra el apóstata. Jerusalén es el corazón de todos estos odios. El Santo Sepulcro está regido por los frágiles acuerdos, no escritos, entre cristianos bajo presión del sultán otomano. La firma se posterga desde 1852.
La ciudad fue destruida tantas veces y cambió de manos tantas otras, que la mayoría de sus símbolos son más hijos de la fe que de la historia. Jerusalén, ciudad palimpsesto. Sus murallas siguen en pie, pero no son las de David, ni siquiera las de Herodes: son las de Solimán el Magnífico. Cristiana y bizantina, omeya y abasíe, cruzada y saladina, mística, cabalística y sufista, Jerusalén tiene una historia inabarcable, como descubre cualquiera que se atreva con Jerusalén. La biografía, de Simon Sebag Montefiore.
Jerusalén es, además, un anhelo del exiliado, como saben los judíos de la diáspora; un anhelo político, como soñó Theodor Herzl y se hizo sufrida realidad, y un anhelo utópico en otras latitudes: ¿cuántas nuevas jerusalenes no se han fundado en tu nombre?
«Ser enterrado en Jerusalén es como tener fast track el día del Juicio Final. De ahí los precios desorbitados de las tumbas en sus cementerios»
Ser enterrado en Jerusalén es como tener fast track el día del Juicio Final. De ahí los precios desorbitados de las tumbas en sus cementerios.
El espíritu humano, no divino, se manifiesta en Jerusalén con fuerza inusitada, en la belleza geométrica del Domo de la Roca, la atmósfera del altar del Gólgota o los rezos frenéticos frente a las ruinas del mítico Templo de Salomón. No por un inasible dios, sino porque quienes construyeron pensaban que ahí residía. La fe no mueve montañas, pero sí traza rostros angelicales en las iglesias, fabrica candelabros dorados y esculpe minaretes. Esto lo sabía incluso Caravaggio, asesino y truhan.
De hecho, el único lugar verdaderamente trascendente de Jerusalén es el Museo Yad Vashem –«un monumento y un nombre»–, que custodia la memoria de todos los que perecieron en el Holocausto, crimen perpetrado por manos humanas donde los haya.
En la Vía Dolorosa, la calle es árabe (sus sonidos, olores y sabores), la vigilancia judía (muchos son jóvenes conscriptos que ponen en peligro su vida todos los días), los restaurantes son armenios y los fieles, cristianos de todas las latitudes de la tierra. Los únicos descreídos son los mendigos y los gatos. La peregrinación religiosa se permuta en turismo ordinario hacia los otros credos.
Además, los jóvenes quieren fiesta. Y buscan la comunión. No de las almas, sino de los cuerpos, para horror de Saulo de Tarso. La vida late en Jerusalén, caen los velos, los hiyab y las kipás al ritmo de la música electrónica. Su crónica está por escribirse.
La única solución para Jerusalén es la tolerancia, y que el dios sacrílego del turismo de masas y la economía de mercado transformen aún más Tierra Santa en una Disneyland de las religiones. Imagino la audioguía atea del turista en el Jerusalén del futuro: «En esta cueva creen los cristianos que nació la Virgen María (pulse 1)», «aquí piensan los judíos que edificó su templo David (pulse 2)», «sobre esta roca firman los musulmanes que Mahoma subió al cielo (pulse 3)». Soy optimista. Solo faltan mil años. Amén.