Hijos de una primavera
«Pretender mitigar el foso social al que conduce el acceso a la vivienda con subidas del SMI o la paga de bonos para la cesta de la compra es una broma de mal gusto»
A mediados de la década de los cuarenta, Occidente vivió su particular época dorada. Todo estaba por reconstruir y la competencia con el Bloque del Este hizo que la recuperación fuera compartida. La pobreza era el signo general de una Europa que, aunque victoriosa frente al nazismo, a todos los efectos había sido derrotada. No sólo eran las consecuencias de la guerra, sino también cierta inadaptación previa a las bondades del capitalismo. Según ha destacado el economista Barry Eichengreen, «en 1950, muchos europeos calentaban sus viviendas con carbón, refrigeraban los alimentos con hielo y dependían de lo que eufemísticamente podemos llamar formas rudimentarias de fontanería de interior». Se trataba, por así decirlo, de un mundo antiguo inserto en un contexto cambiante, como el que salió de la II Guerra Mundial. Tony Judt ha dedicado un libro maravilloso –Postguerra– a analizar estas transformaciones que explican los años dorados posteriores a la década de los 40: no sólo surgió una nueva Europa política, sino también un continente mucho más próspero. Fue durante este largo ciclo cuando Europa se convirtió en una sociedad de clases medias en la cual se normalizó el acceso a bienes que hasta entonces habían estado tradicionalmente reservados a la burguesía. Y fue la firmeza de las políticas públicas, la adaptación masiva al capitalismo y la coordinación entre el empresariado y los sindicatos lo que facilitó un generoso pacto social por medio del que se consolidó la marcha ascendente de la economía y la mejora en los estándares de vida.
Una de las consecuencias de aquellas décadas doradas fue el impulso demográfico tras la despoblación provocada por la guerra. La generación del baby boom, que se extendería desde 1946 hasta los primeros años 70, cambió el rostro de Occidente hasta que la llegada de una nueva crisis demográfica volvió a transformarlo de nuevo. Ahora vivimos en la intersección entre un mundo demográficamente rico y otro progresivamente empobrecido. La principal víctima de esta difícil transición ha sido el Estado del bienestar, ya sea a través de las pensiones o del sistema público de salud. Al envejecimiento de la población se une –si la epidemia de la Covid no altera de forma estructural esta tendencia– el lógico incremento en la esperanza media de vida, gracias a los avances médicos y a los programas de prevención que se financian a un elevado coste. En el interregno, el déficit de las pensiones públicas no hace sino incrementarse: no sólo en España sino en toda Europa, como hemos podido comprobar estas pasadas semanas en Francia. Las reformas nunca son sencillas, sobre todo cuando la adaptación a una nueva realidad exige la asunción de sacrificios. Algunos muy impopulares.
«Las víctimas del enorme esfuerzo presupuestario que se realiza con las pensiones son los jóvenes»
Se ha señalado, y con razón, que las víctimas inmediatas del enorme esfuerzo presupuestario que se realiza con las pensiones son los jóvenes y las familias. La ausencia de una política de vivienda pública relevante constituye el mejor ejemplo de las carencias de las actuales políticas de bienestar. Pretender mitigar el foso social al que conduce el acceso a la vivienda con subidas del SMI o con la paga de unos bonos para la cesta de la compra sólo puede interpretarse como una broma de mal gusto.
Las dificultades a la hora de reformar nuestro Estado se explican por lo que supone la droga dulce de la inflación para los gobiernos. El incremento en el IPC dispara la recaudación, atenúa el impacto del endeudamiento y facilita la asunción de presupuestos expansivos que sirvan para calmar el malestar social (o para intentar ganar elecciones). Y esto nos devuelve, paradójicamente, a la época de la postguerra y a sus decisiones económicas, con una diferencia clave: el invierno demográfico que ahora planea sobre todo Occidente y cuyas consecuencias a largo plazo –esa cultura de la desesperanza, por así decirlo– siguen siendo difíciles de calibrar.