'Ley trans': empatía y dudas razonables
«La aceptación de esta realidad difumina las categorías que empleábamos para juzgar el mundo y esteriliza cualquier forma de discriminación positiva»
Empatizo con el colectivo trans como con todo colectivo que históricamente ha sufrido la marginación, el estigma y la soledad, y veo con buenos ojos las iniciativas legislativas pensadas para paliar su dolor y remediar la discriminación de la que históricamente ha sido objeto. Sin embargo, la ley trans, tal como ha sido aprobada, me genera dudas. Y aunque no hago pronósticos catastrofistas, considero que debemos observar de cerca ciertas implicaciones.
Mi primera duda es de carácter lógico (cada uno tiene sus obsesiones). Veamos, si una mujer trans es una mujer (a=b), entonces una mujer es una mujer trans (b=a). Por lo tanto, Irene Montero es una mujer trans. Y aplicando la misma lógica de identidad (si a=b, b=a), yo soy un hombre trans. No tengo reparos en decir que una mujer trans es una mujer, pero intuyo que es más una cortesía que una descripción de la realidad. De lo contrario, estaría obligado a asumir que soy un hombre trans, y no lo soy. Nunca le negaré a una mujer u hombre trans el tratamiento, nombre o pronombres que desee, del mismo modo que puedo llamar «padre» a un sacerdote sin asumir como verdades sus creencias. Sostener que a=b pero b≠a es posible en el reino de la retórica, pero no de la lógica. Ahora, que un trans no sea idéntico a un cis no implica que no pueda vivir como tal, si así lo desea, y disfrutar los mismos derechos.
Mi siguiente duda es menos excéntrica; se trata, cómo no, de la infancia. La ley trans contempla el cambio de sexo a partir de los 16 sin requisitos, entre los 14 y 16 con consentimiento de los representantes legales, y entre los 12 y 14 mediante autorización judicial. Desconozco lo que es ser un adolescente trans, pero sé de primera mano lo que es ser un adolescente: la soledad, la sed de adaptación, la identidad escurridiza, la búsqueda apresurada de respuestas. Entiendo que esta ley pretende proteger esas infancias dolientes y trastocadas por una incongruencia de género genuina, pero es razonable tener reservas respecto a un articulado que deja en manos de personas casi siempre inmaduras la toma de decisiones irreversibles.
«Entre un adolescente y su cambio de sexo no mediará una opinión médica»
Tampoco parece congruente que este Gobierno, que tantas veces se ha erigido como defensor de la sanidad pública, haya renegado de los profesionales de la salud mental para la elaboración de su ley. Pienso en personas como el psiquiatra Celso Arango, jefe del departamento pediátrico y juvenil del Hospital Gregorio Marañón de Madrid y ex presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, que ha manifestado reiteradamente sus reservas. Los profesionales de la salud mental no solo quedan al margen de la elaboración, también de la ejecución; entre un adolescente y su cambio de sexo no mediará una opinión médica. La ley previene incluso su intervención posterior, y aquí su promotores incurren en otra contradicción. Al sancionar las llamadas terapias de reconversión, no solo están tratando como chamanes confesionales a nuestros médicos, sino que están atentando contra el espíritu mismo de la ley, que es la libre designación de sexo. Una ley que allana el camino para transitar en una dirección pero lo empiedra para transitar en la contraria adolece de un sesgo sobre el que convendría reflexionar.
Me dirán sus defensores que la aportación principal de la autodeterminación de género es, precisamente, la posibilidad de cambio de sexo sin necesidad de tratamiento hormonal o cirugía. Esto es verdad, pero es solo media verdad, dado que la ley no desincentiva los tratamientos; de hecho, los desregula al suprimir la mediación médica. Concluir que la autodeterminación de género va a retraer los tratamientos temerarios es solo una hipótesis optimista. En aras de la discusión, la daré por buena, pero entonces florece mi tercera y última reserva: una sociedad donde las personas pueden cambiar legalmente su sexo sin modificar su anatomía, su carga hormonal o su nombre también presenta externalidades cuestionables.
Se ha hablado mucho de los riesgos para el deporte femenino y para espacios segregados como vestuarios, baños o prisiones, pero permítanme abrir un paisaje menos discutido. Cuando nos indignamos porque en la foto de grupo de la Asociación Española de Ginecología solo vemos hombres, cuando celebramos que este es el Gobierno con más mujeres de la historia o cuando exigimos paridad en los consejos de administración y en las mesas redondas estamos presuponiendo la identidad sexual de las personas en base a su aspecto. ¿Cómo lamentar la ausencia de mujeres en base a una imagen cuando la imagen ya no es reveladora de la identidad sexual? Personalmente, no me inquieta que una mujer tenga pene y se llame Juan o que un hombre tenga vulva y se llame Rita, pero debemos hacernos cargo de hasta qué punto la aceptación de esta realidad difumina las categorías que empleábamos para juzgar el mundo y esteriliza cualquier forma de discriminación positiva: nuestro sexo no será una condición inherente, sino una decisión.
Ninguno de estos tres argumentos -lógica, infancia, borrado de las mujeres- es original. Pero han sido tan desatendidos que no está de más volver a recordarlos en tono constructivo.