La estafa del fracaso como forma de aprendizaje
«El fracaso suele ser estéril: solo sirve para seguir fracasando, pues se va perdiendo una parte del depósito de ilusión que llevamos dentro»
Hubo una época de mi vida en que dejé esto de escribir –que es una forma de ser un inútil más o menos respetable– para ser emprendedor. No cualquier emprendedor, que para emprender ya se sabe que basta comprarse un kit de limpiabotas, yo quise ser un emprendedor digital. Aspiraba a fundar un unicornio y ser un golden boy que va en chanclas a las reuniones, hace un cash-out en diez años y dedica el resto de la vida a diseñar la conquista de Marte.
Pensar que iba a realizar semejante gesta era claramente una quimera, por decirlo de una manera muy piadosa conmigo mismo. Hoy me pregunto con asombro cómo pude llegar a creer que sería capaz, pero lo cierto es que no fui el único que tuvo semejantes delirios. Tras la crisis del 2008, miles de personas de mi generación, que como yo tenían treinta y pocos entonces, caímos en un estado general de engorilamiento colectivo por el cual nos convencimos (o fuimos convencidos) de que la manera de salir del hoyo, o simplemente de la mediocridad, pasaba por el startupismo. Fue la época del Yes we can de Obama, del Just do it de Nike, de los hubs de innovación, de los primeros coworking (ese invento que sirvió a tantos parados para poder ir a una oficina y vivir en la ficción de que iban al trabajo), de las incubadoras en las que se trataba de hacer un nuevo WhatsApp con 20.000 euros y wifi gratis, las aceleradoras donde tres telecos mataos de Telefónica te venían a contar cómo llevar tu criatura a Silicon Valley.
En todos los perfiles de Linkedin se presumía de dotes de liderazgo, pero nadie presumía de ser buen vasallo. Todo quisqui tenía una tarjeta con un logo molón y los bordes troquelados (quién no tenía un primo diseñador en el paro) donde uno se presentaba como CEO, o más bochornoso, como Chief Innovator, Chief Ideas Officer o Chief Experience Designer. Habría que hacer un museo de tarjetas de visita de todas las start-ups de esa época, fue un auténtico crematorio de dinero, de tiempo y de ilusiones.
«Parecía que el requisito previo para tener éxito era haber fracasado antes unas cuantas veces»
Era imposible que la cosa saliera bien, estaba claro que iba a ver un fracaso masivo de millones de personas, para eso se creó un relato paliativo sobre las bondades pedagógicas del fracaso. Parecía que el requisito previo para tener éxito era haber fracasado antes unas cuantas veces, esto es un maratón te decían (fue la época en que a correr lo dejaron de llamar footing para llamarlo running y todo el mundo se apuntaba a un maratón, yo me hice seis), YouTube estaba lleno de charlas inspiradoras sobre el fracaso –la famosa charla de Steve Jobs del «joining the dots» fue probablemente la más perniciosa de todas-. La de años que perdió la gente dando palos de ciego, pivotando lo llamaban, con esto de que el fracaso no era más que parte del camino hacia el éxito final.
Mi amigo Juan Domínguez, que estuvo en la misma guerra, me explicó hace poco que con el tiempo entendió que esa narrativa del fracaso como forma de aprendizaje es una de las grandes estafas en las que hemos caído. Su teoría me convence y la comparto aquí. Según él, el fracaso, perdonen que sea grosero, es una puta mierda y además suele ser estéril: en general fracasar solo sirve para seguir fracasando, pues en cada fracaso se va perdiendo una parte del depósito de ilusión que cada uno llevamos dentro, y con los años y las caídas, rellenar ese depósito es cada vez más complicado. El que termina con el depósito vacío mira al mundo ya desde el desencanto, cuando no directamente desde el resentimiento, mientras que el que tiene éxito en aquello que se propone suele llenar el depósito inmediatamente y suele imaginar pronto proyectos más ambiciosos.
Por eso parece importante entender bien en qué tipo de éxitos conviene invertir ese depósito de ilusión para no despilfarrarlo con la idea estúpida de que fracasar no significa nada, pero sin caer tampoco en la actitud de aquellos que por miedo al desengaño se vuelven roñosos con el grifo de la ilusión y pasan por la vida de puntillas, porque no ilusionarse por nada es una manera segura de vaciar el depósito.