THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

El síndrome David Mamet

«Nuestra inteligencia no se cifra tanto en la calidad de nuestras ideas como en la relación que mantenemos con ellas»

Opinión
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El síndrome David Mamet

Donald Trump | Michael Brochstein (Europa Press)

Para muchos de mi generación, David Mamet fue un mito, sobre todo como dramaturgo, guionista y director de cine, aunque también es autor de ensayos, novelas y estudios sobre cuestiones bíblicas. A finales del siglo pasado, veíamos y volvíamos a ver todas sus películas y adaptaciones, desde The Veredict, dirigida por Sidney Lumet, hasta Glengarry Glen Ross, Oleanna o esa maravilla que fue El caso Winslow, adaptación de la obra teatral de Terence Rattigan. Mamet nos parecía un escritor versátil, crítico, alejado de la oficialidad industrial, con un talento dramático de otra época, capaz de adentrarse en el alma de cualquier tipo de personaje. Al cabo de los años, quizás el guión que más recuerdo de él sea el de Vania en la calle 42, la última película que dirigió Louis Malle, adaptación de la obra de Chéjov. 

Teníamos entonces dieciséis o diecisiete años y no he olvidado aún el marginal cine de Palma en que la vi y el amigo que me acompañó. Los dos salimos deslumbrados por esa producción de mínimos recursos, rodada en un teatro abandonado de Nueva York. Los protagonistas –una inolvidable Julianne Moore, el siempre extraordinario Wallace Shawn, el magnético George Gaynes– iban llegando a aquel desvencijado escenario, con su ropa de cada día, hasta que, sin aviso y fundiéndose con el presente, empezaban a representar el drama de Chéjov, dirigidos por André Gregory. Esa súbita metamorfosis de unos actores que parecían a punto de protagonizar un documental y que de pronto, por obra y gracia del texto, se convertían en habitantes de la Rusia rural del siglo XIX, se me ha quedado como una experiencia estética iniciática.

David Mamet tiene ahora setenta y cinco años y anda estos días promocionando su ensayo Himno de retirada (Deusto), sobre la muerte de la libertad de expresión y los abusos de la llamada cultura de la cancelación. Gracias a una reciente entrevista publicada en El Mundo, supe que Mamet es hoy trumpista y negacionista de la pandemia, nada menos. Sus opiniones parecen las de un desquiciado botarate al que ya lo le importa decir cualquier barbaridad con tal de fastidiar a los adalides de la doctrina woke. Mamet incluso exonera sin embozo a Trump del asalto al Capitolio. ¿Qué ha pasado para que una inteligencia de ese calibre, acostumbrada además a imaginar la virtualidad humana más compleja, haya acabado vociferando la basura mediática de su país? Uno podría entender que Mamet estuviera harto de todo y ya no se reconociera en nada de lo que ocurre. Que denunciara la cada vez más ostensible banalidad que nos rodea, la simplificación pueril del debate en todos los órdenes. ¿Pero hacía falta convertirse al credo de Trump, uno de los políticos más ridículos y lesivos de todos los tiempos? ¿Y en qué cabeza cabe negar la pandemia?

En un estupendo ensayo escrito en 1939 y titulad0 Ensimismamiento y alteración, Ortega y Gasset analizó cómo la facultad humana de ensimismarse y recogerse «con serenidad en nuestro fondo insobornable» se oponía a la simple alteración que sufren los animales en relación a su entorno. «La bestia», dice Ortega, «vive en perpetuo miedo del mundo, y a la vez en perpetuo apetito de las cosas que en él hay y que en él aparecen, un apetito indomable que se dispara también sin freno ni inhibición posibles, lo mismo que el pavor». El hombre, en cambio, «puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, y sometiendo su facultad de atender a una torsión radical –incomprensible zoológicamente–, volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas».

A tenor de esta distinción de Ortega –que ya entonces fue formulada contra la demagogia rampante que incendiaba Europa–, podríamos concluir que la opinión pública de nuestro tiempo está tan sólo basada en la alteración. La defensa y el miedo se han convertido en las únicas reacciones de esta nueva selva digital, mientras que el misterioso retirarse al interior del pensamiento –el ensimismarse exclusivo de los humanos– es algo cada vez más raro, como si no tuviera espacio en una sociedad a menudo dominada por instintos primarios. Como decía el propio Ortega, el hombre es una criatura que está en constante proceso de racionalización y, como tal, en cualquier momento puede sufrir una regresión al respecto. 

Estos días también han aparecido entrevistas con un ensayista y ahora cineasta que se situaría en las antípodas de David Mamet. Paul B. Preciado, autocoronado filósofo del ideario trans, está promocionando su primera película como director, Orlando, ma biographie politique, al parecer una especie de autobiografía hecha a través de la novela de Virginia Woolf. No hay nada que decir con respecto al activismo de Preciado como apologeta de la transexualidad, uno de los temas hegemónicos de nuestro tiempo, una nueva aventura humana que quién sabe qué nos deparará. Pero sí cabe objetar la contundencia de muchas de sus afirmaciones, por ejemplo esta en una reciente entrevista publicada en El Mundo

«Agarrarse al patriarcado es hacerlo a algo que se desmorona. Ya no queda nada de aquello. Los que se agarran a la ruina están mucho más en la ficción que yo. Yo soy mucho más realista que los fascistas. ¿Por qué? Porque la frontera no existe y no se puede cerrar. La vida es metamorfosis. Yo estoy del lado de la realidad y de la naturaleza. Yo soy el verdadero naturalista, porque la vida es transformación».

«Si bien se mira los dos tratan de elevar su experiencia personal, crepuscular la una y auroral la otra, a categoría de logos universal»

Sorprende, para empezar, el inflamado narcisismo y la embarazosa egopatía de sus convicciones. Él está en la certeza absoluta y los demás extraviados en su error secular. ¿De verdad ya no queda nada del patriarcado? ¿Y está tan seguro de que todos los que no comulgan con la doctrina trans y se sienten hombres y mujeres se «agarran» a ello, desesperados ante la marea imparable de su revelación mesiánica? En otra entrevista, publicada en El Periódico, Preciado aseguró que para él no hay ninguna diferencia entre «las feministas socialistas y el lenguaje nacionalcatólico del arzobispado y Vox». ¿Cómo puede estar tan persuadido de ello? ¿No desacredita a cualquier intelectual formular simplificaciones tan burdas? ¿De verdad todos los que están fuera de la creencia trans son fascistas? ¿No se trata, en el fondo, del mismo alterado estupor –el mismo síndrome– en el que ha caído David Mamet? Porque si bien se mira los dos tratan de elevar su experiencia personal, crepuscular la una y auroral la otra, a categoría de logos universal. 

Nuestra inteligencia no se cifra tanto en la calidad de nuestras ideas como en la relación que mantenemos con ellas. El entusiasmo característico de la adolescencia con respecto al propio ideario se ha convertido hoy en la norma de los adultos. Como solía decir Iris Murdoch, es importante preguntarse de qué tiene miedo un filósofo. Ella lo decía sobre todo por el temor que le producía descubrir algún día que todas sus ideas acerca de la moral eran en realidad falsas. Por ello, en sus novelas, no dejó nunca de asediar sus propias convicciones, a menudo poniéndose en ridículo a través de personajes que encarnaban sus postulados teóricos. El filósofo Alain Finkielkraut ha sentenciado, en un reciente ensayo, que ya hemos entrado en la era de la posliteratura, puesto que la mayoría de libros se dirigen «a lectores que, desde antes incluso de entrar en la vida, se niegan a que se les cuente nada y miran la Historia y las historias con la inteligencia soberana que les confiere la victoria total sobre los prejuicios. Si no es para ponerlo al servicio de una u otra de las causas que les son queridas, los descendientes de la tía Céline ya no necesitan a Shakespeare. Y, en pago de tal desfachatez, lo falso se apodera de la vida». La tía Céline es un melindroso personaje de Proust que a su juicio representa ahora la sensibilidad dominante.

Pero quizá la actitud apocalíptica sea una variante de la euforia juvenil, solo que ya senescente. Siempre es más cómodo pensar que todo se acabará cuando uno ya no esté, de la misma manera que es muy fácil creer que todo va a cambiar de forma abrupta y radical. La imaginación, como decía Wallace Stevens, siempre está al final de una era. Tal vez sea más sano mirarlo todo con mayor distancia y recordar que el mundo ha empezado y terminado muchas veces. Escrita a finales del XIX, Tío Vania fue una obra sobre el fracaso y la desesperanza de unos personajes que constatan cómo sus más íntimas convicciones, aquello en lo que un día fundaron el sentido de sus vidas, se desmorona irremediablemente. Justo un siglo después, Louis Malle y David Mamet trasladaron el drama a Nueva York, a un teatro en ruinas, con unos actores que no necesitaron nada más que su voz para volver a representar aquel desasosiego, que de pronto volvía a ser el nuestro, al principio de otro final. Porque cada generación vuelve a entender la decepción de Vania con respecto al profesor Serebriakov, la gran lumbrera de su tiempo que terminó por ser una estafa. O el desgarro interno de la bella Elena en relación al amor que sintió cuando era joven e inocente y al que intenta seguir siendo leal. Y sobre todo las palabras finales de la angélica Sonia, la más desgraciada de todos y que sin embargo pronuncia una de las declaraciones de fe de vida más hermosas que jamás se han escrito.

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