Roald Dahl en la era de la cancelación
«A menos que haya instrucciones póstumas del autor, la obra debería quedar como el creador quiso y no como conviene a sus herederos»
La buena literatura no es edificante. Tampoco puede ser inducida o programada. Ahí está el ridículo colosal del realismo socialista o la literatura comprometida para comprobarlo. Los clásicos son una cofradía involuntaria y variopinta de espíritus libertarios –casi siempre incómodos y deslenguados– que logran sin proponérselo –quizá salvo el obseso Thomas Mann– fotografiar un instante fugaz del alma humana. Unidos en una red invisible, uno puede entrar por cualquiera de las aristas de la malla y desde ahí seguir cualquier ruta. No importa ni la metodología, ni la bibliografía auxiliar, ni la cronología.
En el caso de la literatura infantil –la mejor de ella es también para adultos– se complica, porque ese acceso fortuito está intermediado por los tutores, padres, maestros. Y estos suelen ser particularmente cobardes ante una obra que transgreda la norma moral de su momento. Prefieren la moraleja explícita, el mensaje unívoco, el sermón. Prefieren todo lo que no es literatura. Por eso en la era de la cancelación, Roald Dahl resulta molesto. No para sus millones de lectores, sino para la minoría que se arroga el derecho de ser su escudo protector. Todo plagado de buenas intenciones y su lengua de madera: «inclusión», «potencialmente dañino», «perpetuar estereotipos peyorativos».
«Sus libros son viajes de descubrimiento que, con trampas necesarias y groserías graciosas, acaban en un alegato no obvio de los valores humanos universales»
Roald Dahl, como han señalado ya Fernando Savater, Sergio del Molino, Elvira Lindo, Rodrigo Cortés, Karina Sainz Borgo y muchos otros en estos días, busca la complicidad del joven lector al hablarle con picardía, y al burlarse con énfasis verbal de las figuras de autoridad que lo limitan, oprimen o encasillan. Sus libros son viajes de descubrimiento que, con trampas necesarias y groserías graciosas, a veces en rima para que no se olviden, acaban en un alegato no obvio de los valores humanos universales: la valentía, el amor y la verdad sobre la cobardía, el odio o la mentira. Todo dicho con economía de medios, poder metafórico y mucho humor. Cruel, incisivo e irreverente, pero con un fondo humanitario indudable. Una heredera cabal, por cierto, es hoy la argentina Isol, «descubierta» por el genial editor mexicano Daniel Goldin cuando trabajaba en el Fondo de Cultura Económica.
Los libros de Dahl fueron manejados por sus herederos, a través de una fundación, hasta el año pasado, que vendieron el conjunto de todos sus derechos de autor (libros, guiones, derechos subsidiarios y demás) a Netflix por una cifra astronómica. Aquí las cosas comenzaron a complicarse, porque una inversión así requiere un programa de recuperación agresivo. Y qué mejor manera que, siguiendo el aire podrido de nuestro tiempo, publicando una versión depurada de Dahl, que no dañe los inocentes cerebros de los niños. El poder cultural de los gerentes.
Quiero pensar que este error monumental de gestión del patrimonio empresarial también se debe a una suerte de contagio, dentro de la compañía, de la relación sádica que mantiene toda productora que se respete (y Netflix hace mucho que no es solo una plataforma de streaming) con sus guionistas o generadores de contenido. Ningún escritor sale entero de la tormentosa experiencia de escribir un guion para una productora. Ni los consagrados ni los novatos se salvan de las versiones infinitas o de revisiones cada vez más caprichosas. Pero en última instancia, esas son las reglas del juego. Y tienen una lógica económica detrás (los famosos parámetros de producción) que los escritores muchas veces no comprenden. Dueños por fin de los derechos de Dahl y sin ningún obstáculo legal que lo impida, por qué no hacerle una buena sesión de mordazas, látigos y amarres, como hacen habitualmente con sus otros «generadores de contenido».
En Las brujas de Roald Dahl, la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Niños es, en realidad, el parapeto legal que usan las calvísimas hechiceras para reunirse sin despertar sospechas a planear cómo acabar con los niños británicos. En la vida real, la calvinísima sociedad que asesoró a los nuevos dueños de los derechos mundiales de Dahl se llama Inclusive Minds, una organización británica al servicio de la industria editorial para conectar (previo pago de la factura) a sus «embajadores de la diversidad» con los editores y creadores de libros para niños y jóvenes. No se trata, dice su presentación de servicios, de «eliminar contenido potencialmente controvertido sino de incluir y envolver de experiencias inclusivas y auténticas desde el principio». Escribe el lobo disfrazado de oveja: «Inclusive Minds no edita ni reescribe textos, pero brinda a los creadores de libros información valiosa de personas con experiencias relevantes que pueden tener en cuenta en el proceso de escritura y edición».
Nada de este atractivo portafolios servía para Dahl, por suerte. No me imagino al pobre Dahl discutiendo con un «embajador» si su James (sí, el del melocotón gigante) no es ya de por sí suficientemente desdichado: huérfano y criado por dos tías que lo odian y maltratan.
Casi al final de la hoja de servicios de la compañía británica aparece esto: «A veces los editores se acercan a nosotros para consultar a los Embajadores de Inclusión cuando quieren reimprimir títulos antiguos. Si bien este no es el objetivo principal de los Embajadores (pues creemos que se logra una mayor autenticidad a través de aportes en las etapas de desarrollo), sí creemos que aquellos con experiencia pueden brindar aportes valiosos al revisar el lenguaje que puede ser dañino o perpetuar estereotipos hirientes». Todo este colosal edifico de improperios está sustentado en esta baldosa: «En nuestro trabajo con jóvenes marginados, es un tema recurrente el muy real impacto negativo y el daño causado a la autoestima y a la salud mental de las representaciones sesgadas, estereotipadas o falsas». Y ahí calló Netflix, redondita, por pura mala conciencia empresarial, la misma que lleva a las grandes petroleras declararse ecologistas.
La censura preventiva y retrospectiva envuelta en eufemismo y servicios. No puedo dejar de pensar en esos «embajadores de la inclusión». ¿Jóvenes de los barrios marginados que dejan de serlo al trabajar contando sus sufridas vidas en nombre no propio sino de los excluidos que representan? ¿Adultos recién estrenados que explican los obstáculos de una sexualidad no normativa? El camino del infierno está sembrado de inclusivas intenciones. Aun así, no creo que haya sido ninguno de estos «embajadores» lo que decidieron que la lista de lecturas de Matilda, la niña prodigio que con cuatro años ha devorado los libros de la biblioteca del barrio, el único refugio ante el maltrato de sus padres y de la directora de la escuela. Aquí se ve la mano un poco más perversa y docta de algún mentecato con birrete. Esto huele a traición de clérigo, señorías.
El asunto no acaba aquí. Por una parte, abre un debate sobre los derechos de autor heredados. Una cosa es recibir las regalías por la obra y otra distinta es reescribirla, mutilarla, adulterarla. Los derechos de autor son inalienables e irrenunciables en vida del autor, y quizá a su muerte deberían ser inalterables. A menos que haya instrucciones póstumas del autor, la obra debería quedar como el creador quiso y no como conviene a sus herederos. En el caso de Dahl es mayor la traición, si se sabe con el celo que cuidaba que las producciones cinematográficas de sus libros fueran fieles al original.
Penguin Random House Reino Unido, que había lanzado al mercado las reediciones edulcoradas de Dahl en Inglaterra, ha aclarado, derrotada por la indignación en todo el espectro político de aquel país (primera señal de que el péndulo de lo políticamente correcto llegó a su máximo punto de elongación) que las hará convivir en las librerías con las ediciones originales. En sellos diferentes, eso sí. Estoy ansioso por comparar los resultados de ventas el año que entra. No auguro el triunfo al bando woke en esta pequeña pero significativa batalla cultural. Ojalá se demuestra que son una minoría, encerrada en su castillo del lenguaje inclusivo y preguntándole al espejo, espejito quien es la más sufrida víctima de todes. La gente común y corriente suele tener más hijos, pero sobre todo muchos menos prejuicios.
Celebro el comunicado de Alfaguara para el mundo de habla española y de Gallimard para el mundo en lengua francesa aclarando que sus ediciones de Dahl seguirán siendo las originales. Hay que poner en salmuera a los arenques y a los puritanos que vienen del norte.