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Roald Dahl: el negocio de lo políticamente correcto no da más de sí

La polémica por la reescritura de los libros infantiles del novelista británico muestra un cansancio entre el público que Netflix se resiste a reconocer

Roald Dahl: el negocio de lo políticamente correcto no da más de sí

Estantería con pilas de libros de Roald Dahl | Wikimedia Commons

Roald Dahl puede haber clavado otro (quizá no el último, pero ya van demasiados) clavo en el ataúd de lo políticamente correcto. Clásico entre los clásicos de la literatura infantil, Netflix compró en 2021 la compañía que controlaba los derechos de sus historias, la Roald Dahl Story Company. Mientras pergeñaba sus muy apropiadas versiones audiovisuales, cedió los textos a la editorial Puffin, que reescribió algunas partes «sensibles» para que «los libros puedan seguir siendo disfrutado por todos hoy en día». The Guardian reveló que Puffin se había valido para tal tarea salvadora de los servicios de Inclusive Minds, que se describe en su web como «una organización que trabaja con el mundo de los libros infantiles para apoyarles en la representación auténtica, principalmente conectando a aquellos en la industria con aquellos que tienen experiencia vital en alguna o múltiples facetas de la diversidad».

El escándalo ha sido mayúsculo. Hasta los medios progresistas empiezan a verse sobrepasados. Antes de ayer, El País titulaba en su sección de Cultura: «La condena de la reescritura de Roald Dahl une a críticos británicos progresistas y conservadores». Aunque el subtítulo matiza con un motivo específico: «La reedición de sus obras, por motivos de corrección política, ha sido chapucera, señalan, y no ha entendido el espíritu del autor, que triunfó entre el público infantil». Ayer, sin embargo, en su columna, Sergio del Molino, iba más allá: «Roald Dahl: la buena literatura no es inclusiva, pedagógica ni democrática»; y, por si quedara alguna duda, remataba: «Para mejorar el mundo ya tenemos parlamentos, comisiones europeas y a Greta Thunberg».

A la versión extrema de la religión del progresismo (algo así como el puritanismo que sobrepasó a los revolucionarios protestantes) le están saliendo grietas importantes. Las desafecciones de intelectuales y similares tienen su importancia. El fenómeno realmente crítico, sin embargo, está pasando algo más desapercibido: los lectores y, sobre todo, los espectadores están empezando a estar más que hartos de la monserga y pueden empezar a (ojo a la verdadera Reacción) dejar de consumir.

Roald Dahl (1982). | Wikimedia Commons

La estructura última del fenómeno (algunos, quizá hiperbólicos, lo llaman dictadura) de lo políticamente correcto tiene un origen muy concreto. Aunque matizado por el uso (y abuso), nació en la universidad estadounidense en los años 70 del pasado siglo y se fue extendiendo hasta copar los puestos clave de la intelectualidad occidental. Por aquí entrevistamos a un interlocutor privilegiado en el mismo núcleo del asunto. Alejandro Zaera-Polo, que fue decano de Arquitectura en Princeton, uno de los grandes bastiones de esa oficialidad, lo define así: «Las epistemologías que se iniciaron en los años 70 entre los intelectuales críticos con la modernidad se han desarrollado a lo largo de casi cinco décadas y se han convertido en el soporte conceptual del populismo de todo signo».  

El salto a la industria cultural (industria, al fin y al cabo: eso que, entre otras cosas, sirve para convertir el populismo en dinero) fue paulatino pero firme. Tom Wolfe se (y nos) divirtió describiendo su esplendor en las fiestas neoyorquinas de su época, con textos tan impagables como La Izquierda Exquisita & Mau-mauando al parachoques, que conviene volver a leer para recordar de dónde venimos. Editores chic con sus cuadras de escritores, cineastas comprometidos con lo que hubiera que comprometerse, artistas enfadados con el mundo cruel, etc. Iban a cambiar el mundo… sin preguntarle a sus habitantes, esa gris masa amorfa que no había leído a Joyce (por ejemplo), y haciendo mucho dinero, claro: había que pagar los lujosos pisos de Manhattan desde los que se hacía la Revolución.     

Avanzado el siglo XXI, el Me Too y el Black Lives Matter contribuyeron con otro acelerón. El Me Too, por ejemplo, nació oficialmente en 2006 como un loable eslogan con el que la activista Tarana Burke promovió en las redes sociales el «empoderamiento a través de la empatía» entre mujeres racializadas y abusadas sexualmente. Pero el estallido definitivo del movimiento llegó en 2015, con las revelaciones de los desafueros cometidos por el productor de cine y ejecutivo estadounidense Harvey Weinstein. 

Inclusive Minds, la organización que acaba de ayudar a Puffin a retocar los textos de Roald Dahl, se fundó en 2013. Insisten, por cierto, en que ellos no editan ni reescriben textos, sino solo «proporcionan a los creadores valiosos conocimientos de gente con relevante experiencia vital». 

‘Charlie y la fábrica de chocolate’, un conocido libro infantil de Roald Dahl

Netflix, que había nacido en California en 1997 con la excéntrica idea de alquilar DVD por vía postal, tuvo el acierto de pasarse a Internet en 2007. En 2011 comenzó su internacionalización y en 2014 ganó un Oscar con un documental de producción propia. Habían llegado a la cumbre. El número de suscriptores no dejó de crecer… Hasta que en los primeros meses del año pasado anunciaron que había perdido 200.000.  

Las señales de cansancio ante el abuso de una forma de entender las historias que componen su producto parecen evidentes. Tanto en el número de suscriptores (aunque, por supuesto, hay también otro tipo de causas en ese sentido) como, sobre todo, en las críticas en la opinión pública, que ya no se ahorran ni los medios más tradicionalmente afines al progresismo.  

¿Se ha hartado definitivamente el público de la tiranía de lo políticamente correcto? Netflix, quizá demasiado apegado al sistema que lo hizo triunfar, puede estar cometiendo un error empresarialmente definitivo… mientras sus rivales rectifican. Ya explicamos aquí el giro de HBO Max: sus dueños de la Warner Bros. Discovery despidió el verano pasado a buena parte del personal dedicado a velar por la pureza políticamente correcta de sus producciones. 

El Daily Beast contextualizaba los hechos producidos en HBO analizando la fusión, ejecutada unos meses antes, de la empresa matriz, Warner Bros., con Discovery. Básicamente, el director general de esta última, David Zaslav, había sacado a Warner a salir de un agujero de 50.000 millones de dólares. Entre otras cosas, prometió alejar al canal de noticias CNN, uno de los (al menos, en su momento) más prestigiosos activos de la Warner, del advocacy network, algo así como un periodismo comprometido con causas progresistas. 

Y si se había atrevido con la CNN, la ficción no iba a ser menos. Los nuevos jefes de Discovery, por ejemplo, archivaron Batgirl, una película de género protagonizada por una actriz afrolatina en la que HBO Max tenía previsto gastarse 90 millones de dólares. Los antiguos empleados de Warner consultados por el Daily Beast aseguraron que la compañía rechaza ahora los contenidos de izquierdas o muy diversos en favor de una programación más homogénea y afín a la América Media. 

‘Matilda’ es otro de los conocidos libros infantiles que escribió Roald Dahl

La polémica tenía un claro tufo ideológico, pero la investigación del Daily Beast llegó a un punto muy interesante: un gráfico interno en el que se comparan las audiencias de los dos grandes canales de la compañía, Discovery+ y HBO Max, muestra una marcada diferencia demográfica entre los dos canales. Mientras que HBO Max es popular entre grupos diversos, personas solteras y conductores de coches híbridos, Discovery+ es popular entre personas blancas y casadas que conducen todoterrenos. Y la gran conclusión: «Los espectadores de HBO Max no tienen hijos». 

¿Está intentando Netflix venderle Roald Dahl a unos niños que no existen?

En su momento, The Guardian hizo un interesante análisis de la compra de la Roald Dahl Story Company, interpretándola a la luz de un recrudecimiento de la guerra del streaming. «El patrimonio de Roald Dahl representa una gran oportunidad global para Netflix, ya que sus libros se han traducido a 63 idiomas y se han vendido más de 300 millones de ejemplares», decía el rotativo británico. Estos días, un par de años después, la marca Netflix está siendo denostada en 63 idiomas por traicionar el espíritu de Roald Dahl. 

A Mark Sweney le llamaba la atención el movimiento: «Las adquisiciones de catálogos antiguos son raras para Netflix». Pero lo ponía en relación con otros de la competencia, como los 8.500 millones de dólares que acababa de pagar Amazon por MGM o los 1.000 millones que se iba a gastar en la serie El Señor de los Anillos: los Anillos de Poder. Y recordaba las compras de Pixar, Marvel o Lucasfilm por Disney. 

Aunque las cifras no están claras, Hollywood Reporter elevaba hasta los 1.000 millones de dólares el dinero gastado por Netflix para hacerse con el filón de Roald Dahl, en la que «podría ser la mayor inversión en programación infantil hasta la fecha». 

Después del revuelo montado con la versión políticamente correcta de los libros, la inversión no se antoja ya tan correcta.   

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