Cien años de modernidad española
«La revolución de Ortega reside en el hecho de no necesitar ficción o lírica para pensar: es su mente, en bruto, la que mueve la pluma sobre el papiro»
Que con Ortega empezamos a pensar en español es una realidad incuestionable. Aquel hombre, joven paseante escurialense de sosegado tono, criado en las tripas de la Alemania efervescente que daba buena cuenta por igual de heideggerianos y marxistas, que aprendió los recovecos de un idioma que igualmente alumbraba a Kafka que a Freud, cayó en España para sacarla de su letargo intelectual, para patearle las nalgas con un reformismo nunca visto al sur de los Pirineos. Y si moderno fue su pensamiento, en el cual no entraremos por no abundar en lo ya sabido, tanto lo fue el soporte que el filósofo utilizó para explayarlo. Y es que de soporte comunicativo sabía mucho el bueno de Ortega, pues había dado sus primeros pasos en la vida sobre el techo del taller donde su padre imprimía diversas publicaciones. De ese olor a tinta ya no se desprendería nunca.
En aquellos años, la incipiente Generación del 98 se había servido de la novela y la poética para llevar a cabo sus reflexiones más filosóficas. Seguían, en cierto modo, la tradición, pues el pensamiento hispánico siempre había ido por esa vía: hay más filosofía en una estrofa de Santa Teresa de Jesús o en un párrafo del Quijote que en cualquier ensayo más o menos conocido. Sin salir de los noventayochistas, hay también más cavilaciones metafísicas en la pequeña novelita unamuniana llamada San Manuel Bueno, mártir que en su ínclito ensayo Del sentimiento trágico de la vida. Ídem con Machado: si quieren conocer su discurrir intelectual, vayan a Campos de Castilla antes que a su Mairena.
«Gran parte de su éxito bebe de la extraordinaria capacidad narrativa de la que hacía gala»
Todo esto cambia con la llegada de Ortega. Ahora sí el ensayo ocupa el lugar que merece. Y, no me malinterpreten, el filósofo madrileño era un escritor maravilloso. De hecho, en opinión de este que les escribe, gran parte de su éxito bebe de la extraordinaria capacidad narrativa de la que hacía gala. ¿Y la literatura? Tiene un papel esencial en su filosofía. Sin ir más lejos, mi ensayo favorito de cuantos firma, Meditaciones del Quijote, está salpicado con pequeñas y deliciosas pinceladas de teoría literaria. La revolución de Ortega reside en el hecho de no necesitar ficción o lírica para pensar: es su mente, en bruto, la que mueve la pluma sobre el papiro.
Además del ensayo, otro soporte que popularizó Ortega fue la columna periodística. En una cultura que priorizaba el libro sobre cualquier otro medio de expresión, quizá por lo que tenía de imperecedero, supo entender que influía más sobre el pensamiento social la fuerza de una gran tribuna periodística que cualquier mamotreto de mil páginas. Algo similar le ocurrió con el género conferencia. Estas alocuciones moldean a la perfección la figura orteguiana. Era fácil ver auditorios llenos para escuchar al genio, y no resulta descabellado decir que algunas de esas conferencias fueron capaces, incluso, de cambiar el devenir político de la nación, véase la celebérrima Vieja y nueva política.
Cuenta Preslava Boneva en este mismo periódico que en el año 2023 se cumplen 100 años del primer número de otro de esos soportes visionarios que con tanta agudeza supo ver el maestro: la Revista de Occidente. Esta maravillosa publicación todavía sobrevive, ya sin Ortega, pero con el orteguismo más vivo que nunca. Sirvió de faro para la intelectualidad de la época, haciendo gala de la modernidad que tanto se predica en esta columna. Para celebrarlo, la Biblioteca Nacional, Acción Cultural Española y la Fundación Ortega-Marañón presentan la exposición «Revista de Occidente o la modernidad española». Por allí desfilaron desde Gómez de la Serna hasta Baroja, pasando por Lorca, Alberti o Salinas si de poética se trata; Zambrano, Morente o Gaos si hablamos de pensamiento; hombres de ciencia como Marañón o Einstein; ideólogos como Ledesma Ramos o Besteiro; e incluso extranjeros de tronío como el ya citado Kafka, Rilke o Faulkner. Un homenaje a un soporte ilustre, a una mente ilustre. Un homenaje necesario.