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Juan Marqués

Vida y lecturas de José Mateos

«Pienso que el principal deber de la literatura sobre la literatura es el de animar a leer»

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Vida y lecturas de José Mateos

Vida y lecturas de José Mateos.

«El hecho de haber sido amados al menos una sola vez en la vida debería darnos fuerza suficiente para luchar y vencer a todos los monstruos de la noche», afirmaba José Mateos en su libro de 2015, Un año en la otra vida, un cuaderno escrito en segunda persona, dirigido a una amiga fallecida. Dos años después, en Un mundo en miniatura, creía que «el dolor no permite distracción. Nos fuerza a estar atentos en un único punto… desagradable. ¡Cuánto le cuesta a mi alegría aprender lo que sabe el dolor!»…

Uno de estos días leí El arte de vivir en tiempos difíciles, una pequeña antología de Epícteto que Ignacio Pajón Leyra ha preparado y traducido para «El libro de bolsillo» de Alianza, y allá el estoico del siglo I recomienda que «la muerte, el destierro y todas las cosas que parecen terribles, ponlas cada día ante tus ojos –la que más de todas, la muerte– y no albergarás nunca ningún sentimiento bajo ni anhelarás nada en exceso». A la muerte ya la había puesto José Mateos ante sus ojos muchas veces, y sobre ella había pensado y escrito bastante a lo largo de los años y de los libros pero, aunque pensar en la muerte es siempre al cabo pensar sobre uno mismo y también sobre la propia vida y sobre la de todos los demás, es recientemente cuando ha tenido que enfrentarse de veras a La hora del lobo, y así es como se titula su precioso nuevo libro de poemas, donde leemos, por ejemplo, esta sublime Madrugada: «¿De qué pides socorro, / pájaro de mis noches / más débiles, que gritas / como un dios perseguido? / ¿Me adviertes o me llamas? / ¿Eres yo mismo, preso / en la tierra invertida / del reflejo y la fiebre? / Ten compasión, no rompas / más el silencio, pájaro / de mis noches más débiles. / No me tortures. Busco / en mi cuerpo otras músicas, / y no sé si ya he muerto / o si aún no he nacido».

Pero La hora del lobo, publicado en Valencia por Pre-Textos, no es en absoluto un libro de despedida, que todavía no toca, sino un libro de plenitud, de gloria. Quien haya ido siguiendo la obra de Mateos sabe que su literatura no ha sufrido precisamente un sobresalto ante la irrupción de la enfermedad en la vida, sino que siempre fue un hombre con una capacidad muy consciente y trabajada, pero también instintiva, para fijarse en lo esencial. Tengo todos sus libros llenos de marcas que subrayan apuntes sobre lo pequeño, lo silencioso, lo verdadero, palabras que, casi siempre con brevedad, inciden en la delicadeza, en la espera, en la atención. A sus aforismos los llama «divinanzas», pero en ellos no hay beatería ni unción ni moralismos: sólo hay, si se me permite la contradicción, una obsesión activa por la paz, una fijación casi ansiosa por el amor bien entendido, una tendencia natural a desoír cualquier actualidad y centrarse en lo real, entendiendo por lo real no tanto lo inmediato como lo eterno: «Si pusiese en un platillo todo lo que, según este locutor de la radio, ha sido noticia en este día, y en el otro platillo una hebra de azafrán, un silbo de aire, un poquito de nada, no tengo ninguna duda de hacia qué lado se inclinaría la balanza de la verdad».

« Él se lo ha leído todo, pero en general desdeña lo moderno, con opiniones de estirpe, digamos, juanramoniana, gayesca, tan contundentes como habitualmente atinadas»

Esa actitud es también la que ha condicionado sus lecturas. Él se lo ha leído todo, pero en general desdeña lo moderno, con opiniones de estirpe, digamos, juanramoniana, gayesca, tan contundentes como habitualmente atinadas. Y por eso no es nada raro que, puesto a escribir sobre literatura, se entregue a lo seguro, como en estas Tres noches, tres auroras, recién publicado por la editorial murciana Newcastle (un proyecto precioso y muy meritorio al que sólo le falta hacer en serio una buena fumigación de erratas), donde ofrece apuntes novedosos sobre los siempre nuevos Dante, Cervantes y Shakespeare.

José Mateos, que se desprendió hace unos años de su fenomenal biblioteca porque le agobiaba (y es verdad que desde esa perspectiva suya final, ya definitiva, todos tenemos en casa una cantidad insoportable de chatarra, o cuando menos de cháchara), ha ejercido intermitentemente la crítica literaria, pero ese tipo de textos, ese género, no había pasado nunca a sus libros, sólo tal vez en algunos aforismos o en algunas entradas de diario, sin detenerse nunca mucho en nadie. Es ahora, pues, cuando por primera vez se pone a la tarea de la interpretación, y lo hace sin dejar de ser muy él, buscando en los textos lo mismo que busca en los paisajes, o en los amigos, o en la música, o en los paseos, como ese, inolvidable, que nos dimos Carmen y yo con él por su Jerez, en el verano de 2021, desde las plazas más bulliciosas a las bodegas abandonadas, sin olvidar «el rincón del Malillo», donde tantos lobos se agazapan siempre. Imposible imaginar un Virgilio mejor.

Pienso que el principal deber de la literatura sobre la literatura es el de animar a leer. O, en este caso, convencer de que es necesaria la relectura, pues, según dice él, «no ha leído La Divina Comedia quien la ha leído sólo una vez». Es verdad que entender o asumir de verdad libros como El Quijote es una tarea que dura toda la vida, no tanto porque las posibilidades de la novela sean inagotables como porque es en sí mismo un texto vivo, que cambia con nosotros de una forma mucho más perceptible y poderosa de lo que sucede con otros libros, cuando los releemos. Y es eso lo que Mateos enfatiza, como hacía Ramón Gaya con Velázquez al afirmar, en serio, que lo del sevillano no era pintura, sino una cosa muy distinta, y que desde luego no era material. 

«Entre casi todo y todo la distancia es infinita», afirmaba Mateos en su Tratado del no sé qué hablando de una cosa muy distinta, pero nos da pie a decir que la diferencia entre una novela magistral y las que en Tres noches, tres auroras se comentan es la misma. No es un salto pequeño, no es un paso más, el último, sino que es una distancia vertiginosa. Con trabajo y talento mucha gente puede hacer cosas muy buenas: nadie puede alcanzar lo de estos tres, entre otras cosas porque lo que ellos hicieron ya no era una cosa de talento sino, para entendernos, de «genio», y desde luego da la sensación de que el trabajo tuvo poco que hacer aquí: lo hubo, sin duda, pero no se nota el esfuerzo, se diría que son textos naturales, espontáneos, casi silvestres, un poco independientes de sus autores, a los que, como la música a Mozart o la poesía a Emily Dickinson o al último Juan Ramón Jiménez, utilizaron para poder existir.

Igual que Mateos quiere que regresemos a Dante, Cervantes y Shakespeare y los releamos y repensemos, yo quiero que leáis todos a Mateos, así que adelanto una perla de cada sección, como muestra: en la tercera, se entiende que «en Shakespeare todo parece irreal porque, arrebatado por su furor creativo, la realidad en sus manos se transforma en una exageración, en una desmesura, en un exceso, y su lógica es la lógica de los sueños, o lo que es más habitual, la lógica de las pesadillas. […] Como nos dice el psicoanálisis que sucede con los sueños, los dramas de Shakespeare nos informan de la realidad desde la irrealidad, nos dan con sus imágenes y situaciones, claves y pistas de lo que ocultamos en el fondo de nuestra conciencia».

En cuanto a El Quijote, un libro que «está escrito desde un desengaño histórico, filosófico, ideológico, que nos toca en lo más íntimo», Mateos sabe ver que «la locura de don Quijote es, además, una locura compartida, de la cual casi nadie en el libro está exento, pues todos, cada uno a su modo, andan enredados en la maraña de sus propias obsesiones, de sus deseos y sus ilusiones. No es, como se ha dicho, que la locura de don Quijote sea contagiosa y contamine a quienes le salen al paso. Creo que es, más bien, que la locura de don Quijote nos va revelando, a lo largo de la novela, la misma locura en los demás, como si toda una sociedad padeciera esa alteración de la personalidad que él sufre, esa confusión entre ilusión y realidad». 

Y, volviendo a la primera, Mateos defiende que «Dante hace una epopeya para acabar con la epopeya y comenzar otra cosa […] De todos los intentos que se hicieron después de Dante: Ariosto, Tasso, Camoens, Ercilla, Milton… ninguno nos resulta ya convincente […] Apenas unos depósitos de destellos, de fragmentos memorables». De eso se trataba: unos depósitos de destellos.

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