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David Mejía

'Operación Cataluña': corruptos, cobardes, inútiles

«Contra el independentismo Rajoy tenía la legalidad de su parte, pero quiso que un operativo liderado por el comisario Villarejo lo combatiera en la sombra»

Opinión
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‘Operación Cataluña’: corruptos, cobardes, inútiles

Mariano Rajoy.

En septiembre de 2012, siendo Mariano Rajoy presidente del Gobierno y Jorge Fernández Díaz ministro del Interior, se inició la Operación Cataluña. Querían debilitar al independentismo y creyeron que el modo de logarlo era desacreditando a personas estratégicas. Para ello se encargaron espionajes, en la mayoría de los casos sin aval judicial, para recabar información sensible que después se filtraba a los medios de comunicación. Cuando lo estimaba conveniente, la «policía patriótica» dopaba las filtraciones con información falsa. En el fondo, la bribonada es coherente: el objetivo no era informar, sino difamar con la esperanza de apagar un furor nacionalista que se avivaba por instantes. Por supuesto, todo esto presuntamente. 

La Operación Cataluña se desvela a medida que se despejan las nubes del caso Kitchen, principal hazaña de los patrióticos. Pero la Kitchen se puso en marcha para espiar a la familia de Luis Bárcenas y destruir las pruebas de la financiación ilegal del PP. En otras palabras, desde el Ministerio del Interior se creó un operativo ilegal para evitar que afloraran otras ilegalidades. Bochornoso, pero en cierto modo lógico: no hay manera legal de borrar el rastro de una ilegalidad. En cambio, contra el independentismo el Gobierno de Mariano Rajoy tenía la legalidad de su parte y podía hacerle frente a la luz. Y sin embargo, quiso que un operativo liderado por el comisario Villarejo -a cuyo lado el Tito Berni parece Cary Grant- lo combatiera en la sombra. 

«En 2012 se daban las condiciones para encarar la amenaza nacionalista con limpieza»

En 2012 el Partido Popular tenía 186 diputados en el Congreso y el jefe de la oposición era Alfredo Pérez Rubalcaba. Digamos que se daban las condiciones para encarar la amenaza nacionalista con limpieza. Sin embargo, el Estado, aun consciente de que el nacionalismo incubaba una insurrección cuyo colofón sería un referéndum de autodeterminación, no recuperó la ley que penaba la convocatoria ilegal de referendos. Tampoco levantó la voz contra los medios públicos catalanes, que debiendo representar a todos sólo daban voz a los de siempre. No puso empeño ni recursos en desmentir el salmo nacionalista en el exterior, ni en frenar los caudales de dinero público que, pseudo-embajadas e institutos culturales mediante, hacían posible su difusión. La consulta del 9-N de 2014, que el Tribunal Constitucional había suspendido, ni siquiera abrió un debate sobre la pertinencia de aplicar el 155.  

Asumimos que Rajoy no era un hombre de acción y que su Gobierno siempre optaría por dejar que las llamas se sofocasen antes que buscar un extintor. Pero si la Operación Cataluña termina por ser lo que parece, resultará que la pasividad no era el defecto de aquel Gobierno. Quería actuar, pero no se atrevió a hacerlo de frente; no fue pasivo, sino cobarde. Y por eso Interior atacó con malas artes. Lo que Rajoy supo o dejó de saber de aquella operación es una incógnita. Lo único que se puede afirmar con convicción sobre la Operación Cataluña es que fracasó. Y así se completa el retrato de un puñado de altos cargos que fueron presuntamente cobardes y corruptos, e indudablemente inútiles. 

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