Autoritarismo descarado
«La izquierda no está en condiciones de admitir que sus soluciones no sirven de nada y además que los ciudadanos las desprecian»
Las democracias experimentan en todo el mundo la agresión de los autoritarios que tratan de constreñir cuanto pueden los márgenes que definen lo que es lícito para imponer unas concepciones rígidas de la decencia y la moralidad, atribuyéndose la capacidad de establecer lo que es bueno y lo que está mal. Esta deriva autoritaria atenta contra el fundamento de las democracias liberales que no es otro que la libertad política y el reconocimiento del pluralismo social que deriva de las distintas ideas acerca del bien que tienen cabida en una sociedad abierta.
Tal vez el caso más llamativo en la actualidad sea el de Israel, una democracia hasta ahora ejemplar, en la que un gobierno muy a la derecha pretende introducir unas reformas, entre otras la merma de la independencia del Tribunal Supremo, que Youval N. Harari ha calificado como golpe de Estado pues suponen que se podrá aprobar cualquier ley que el Gobierno pueda desear e interpretar las leyes a su gusto sin control alguno. Esta vez es la derecha quien pretende cortar las alas a las instituciones que controlan el ejercicio del poder, pero entre nosotros es la peculiar izquierda gobernante quien no cesa en un intento constante de limitar nuestras libertades, y los controles a su poder, aunque, como es de prever, afirmando siempre todo lo contrario.
Varias de las leyes que se han aprobado en esta legislatura suponen un autoritarismo, digamos, intelectual, sin precedente. Nuestro Parlamento, que por otra parte ha dejado de ser un órgano de control del ejecutivo, para convertirse en un ejecutor de los designios del Gobierno, se ha atrevido a imponer las concepciones ideológicas y morales de una minoría, cosa muy fácil de comprobar si se preguntase a los ciudadanos, en asuntos tales como las diferencias biológicas entre varones y hembras, el papel de la presunción de inocencia, la independencia de los jueces o nuestra capacidad para decidir sobre cómo será el futuro.
Esta peculiar y esquizoide izquierda que nos gobierna tiene en común la convicción de que los hechos son mucho menos relevantes que sus obsesiones, y el empeño en dejar en nada el funcionamiento de las instituciones que podrían poner freno a sus excesos, el Parlamento, los tribunales, los medios de comunicación. Además de esa ofensiva controladora, el presidente del Gobierno se empeña en eclipsar, hasta casi anular, el papel constitucional del Rey para enriquecer sus funciones que, a su modo de ver, son pocas. Sobre el denominador común de algunos de estos puntos acaba de llamar la atención una importante publicación del ‘Colegio libre de eméritos’, España. Democracia menguante, cuyo mero título debiera servir de alarmante aviso de navegantes.
«La peculiar izquierda gobernante no cesa en un intento constante de limitar nuestras libertades, y los controles a su poder, aunque, como es de prever, afirmando siempre todo lo contrario»
El deterioro de nuestra democracia no es imputable únicamente a la izquierda, la derecha tampoco está libre de responsabilidades, pero se ha acelerado con la llegada de este Gobierno a lomos de un pacto que habrían rechazado muchos votantes del PSOE, en lógica congruencia con lo que prometió Pedro Sánchez sin el menor embozo durante la campaña. A este fraude originario se le han añadido una serie de ingredientes muy peculiares, como la existencia de ese Ministerio de Igualdad empeñado en enseñar a las pobres mujeres cómo gozar del sexo y que, entre otras lindezas, ha promovido una reforma catastrófica del Código Penal, que se llamó de la democracia, calificándolo como el Código de la Manada, en consonancia con la sutileza de sus análisis jurídicos, lo mismo que se ha atrevido a pontificar sobre los tipos de familia que, a su entender, tienen vigencia.
Esta deriva autoritaria no repara para nada en incongruencias como la que se da cuando un adolescente puede iniciar un tratamiento hormonal que modificará de manera irreversible sus funciones biológicas sin el menor aval médico, al tiempo que yo, que ya no soy un niño, tengo que llevar una receta médica para que la Farmacia me venda una aspirina o cualquier otra menudencia, por no mencionar el insigne absurdo de querer modificar la gramática de una lengua centenaria y casi universal.
La izquierda más radical, si es que la distinción todavía tiene sentido, se ha hecho peculiarmente schmitiana y ve enemigos por doquier, a los que hay que reeducar con determinación y sin miramientos para llevarlos por el áspero camino de la virtud. Lo de los amigos se queda para los sumisos aduladores que ni pestañean al oír las absurdas ocurrencias de sus lideresas. Es verdad que algunos de estos obsequiosos secuaces han hecho buenas carreras bajo su manto, pero en otro tiempo se llamaba palmeros a figuras que hoy ostentan secretarías de Estado, sin duda formas exitosas de empoderamiento.
En cierto sentido, el autoritarismo de esta izquierda a la violeta no tiene éxito porque es mucha la gente que se parte de risa con sus invenciones, pero lo malo del caso es que, a diferencia por ejemplo de la francesa, nuestra sociedad está bastante acostumbrada a obedecer al que manda, a saber por qué, y así hasta crece el número de los adolescentes que dice sentirse dentro de un cuerpo extraño que no se corresponde con su ser más íntimo porque lo ha dicho la ministra del ramo.
«Varias de las leyes que se han aprobado en esta legislatura suponen un autoritarismo, digamos, intelectual, sin precedente»
El descontento de los ciudadanos con el funcionamiento de nuestra democracia, el hecho indiscutible de que la juzgan incompetente, dispendiosa e ineficaz, no es un argumento contra la democracia sino contra quienes la bastardean y la convierten en una capa legitimadora de la arbitrariedad, del autoritarismo más desorejado. La izquierda no está en condiciones de admitir que sus soluciones no sirven de nada y además que los ciudadanos las desprecian, saben que son variantes de la mentira, pero huye hacia adelante con medidas cada vez más disparatadas. Se apresura a echar la culpa de nuestra situación económica no a sus políticas sino a la avaricia de los empresarios que saben hacer que sus negocios funcionen y den beneficios, pecado capital para quienes dicen vivir para ayudar a los pobres y no quieren que escaseen.
Es humano que el poder ciegue a quienes lo ejercen porque, en muchos casos, no se han visto jamás en condiciones de tomar decisiones de importancia. Es obvio que les gusta el poder, porque como decía Don Quijote «Yo imagino que es bueno mandar aunque sea a un hato de ganado», y lo ejercen sin ningún rubor y con más soltura que algunos gobiernos de la derecha que no se atrevieron a mover una coma del régimen desastroso que heredaron, pero no podemos disculpar con psicologías de andar por casa a quienes no acaban de derribar el edificio constitucional porque, por fortuna, ha mostrado cierta capacidad de resistir.
Si estamos en una democracia menguante no se puede considerar agorero a quien piense que si la fórmula de gobierno que ahora padecemos obtiene un refrendo electoral suficiente nos enfrentaremos a situaciones muy graves y podríamos empezar a tomar caminos que no tienen vuelta, además de seguir empobreciéndonos como lo hacemos desde hace, como mínimo, década y media. Es un lugar común observar que las democracias caen más por la insidia de sus enemigos internos que por hostilidades exteriores.
El autoritarismo es un virus letal de la democracia porque subvierte por completo el principio de legitimación que emana del pueblo al establecer el absurdo de que el Gobierno no puede tener límites a su poder porque ha sido elegido por los ciudadanos. Aparte de que nuestras últimas elecciones hayan padecido la engañifa descarada de Sánchez, lo grave es que podemos estar ciertos de que quien no respeta los límites que constituyen la esencia de una democracia liberal, la única que lo es en verdad, está advirtiendo que en cuanto pudiera no volvería a pedirnos opinión que no necesita para nada, que le estorba. Los autoritarios creen que la única virtud ciudadana es la obediencia, sin rechistar, por supuesto.