THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Contra los gesticuladores

Opinión
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Contra los gesticuladores

Un trabajador de la construcción camina por la calle. | EP

Una de las características que más llaman la atención para un extranjero en España es la preferencia de las mejores mentes de cada promoción estudiantil por el funcionariado. Personas graduadas y con diversos talentos que se encierran a cal y canto un par de años a estudiar unas oposiciones y, una vez conseguida la plaza, se aseguran unos ingresos de por vida, incluida la jubilación en tiempo y forma. Luego, la existencia es una lucha más o menos activa contra las inercias del sistema y finalmente un acomodo tácito. En otros países más permeables al talento como ascensor social, serían jóvenes emprendedores que garantizarían la renovación generacional de las élites, ofertando en el mercado de servicios una visión nueva y moderna de hacer las cosas. Fundarían un bufete de abogados, un taller de arquitectos, un consultorio médico, una empresa de nanotecnología. 

Es cierto que España es un país de pymes, muchas de ellas empresas unipersonales, pero la vasta mayoría no ofrece servicios de élite sino un escalón por debajo. En cada ciudad, e incluso pueblo grande, hay en España una oferta de prestación local de servicios competitiva y profesional (albañiles, fontaneros, electricistas, mecánicos…), pero casi no existe una oferta de servicios de profesionales de alta gama fuera del Estado o las grandes empresas. Tampoco ayuda, es cierto, la densa tramitología que se requiere para operar por cuenta propia, el desalentador monto tributario y la doble certificación: académica y del gremio correspondiente. Demasiados diques para tan escaso caudal.

Este es un problema complejo que explica parcialmente el paro juvenil y la fuga de cerebros. Si a eso le añadimos la pirámide poblacional, estamos ante una ecuación de difícil resolución. 

Estos técnicos superiores de la Administración tienen muchas veces por «imperativo legal» que obedecer a los cargos ganados por vía electoral y los nombramientos directos que de ella se desprenden. Idealmente son los garantes del buen funcionamiento del Estado y del gobierno, más allá de quien gane las elecciones; pero, en la realidad cotidiana, son funcionarios que viven con enorme frustración la destrucción de recursos y talentos que implican las decisiones políticas sobre las técnicas que ejecutan sistemáticamente los que gobiernan. Son testigos mudos del dilema de las democracias modernas: ¿Qué se deja al capricho de los nuevos mandamases y qué debe ser decidido y operado por profesionales? Y, al mismo tiempo, ¿cómo se evita que esa continuidad necesaria no derive en parálisis e inercia burocráticas? ¿Buena administración pese a malos gobiernos vs buenos gobiernos incapaces de cambiar el statu quo

El gobierno, no la industria, capta a los mayores talentos, pero al mismo tiempo los limita por doble vía: los procedimientos y reglas que inhiben la innovación y la subordinación a los puestos políticos, cuya lógica de permanencia es electoral. Como mi trabajo de alto directivo gubernamental depende de los votos (y no de los resultados de gestión, para lo que muchas veces ni siquiera existen indicadores), debo hacer acciones que pueda vender en el mercado electoral, frente a los esfuerzos que requieren tiempo o saber técnico. Por eso los gobiernos están llenos de gesticuladores.

«El gobierno, no la industria, capta a los mayores talentos, pero al mismo tiempo los limita»

El mercado electoral español solía tener una doble salvaguarda. Dejar los rituales del poder en manos de la neutralidad monárquica (asunto no menor de pedagogía democrática con la paradoja insalvable de afincarse en la menos democrática de las instituciones: la de la herencia familiar) y los grandes asuntos de Estado en el consenso constitucional de los dos partidos mayoritarios (primero UCD-PSOE; PSOE-PP después). Este consenso fue respetado por Suárez, Calvo Sotelo, González, Aznar y Rajoy, aunque en las trincheras mediáticas y políticas decirlo sea anatema. El consenso tenía una salvedad: el apoyo de los nacionalistas periféricos gracias a la ley electoral, que privilegia la concentración del voto local frente al dispersión del voto nacional. Salvedad no menor, pero tolerable por un tiempo. Esa concesión se volvió problemática cuando el nivel de competencias transferido y de privilegios alcanzados llegó a un punto crítico, a partir del cual otorgar más competencias implicaba inevitablemente romper la igualdad entre los ciudadanos, imperativo moral y legal que debería ser infranqueable. 

En la lista de presidentes de consenso faltan dos, ambos socialistas. Con Zapatero, la ruptura del consenso vino desde dentro de su gobierno, al satanizar la alternancia de centro-derecha y al tomar decisiones partidistas en temas que antes habían sido por acuerdo tácito o explícito: la lucha antiterrorista, la legislación laboral, las alianzas internacionales, la estabilidad de las variables macroeconómicas, el avispero de la memoria sobre la guerra civil o los cambios legales del entramado autonómico, pactados solo con los nacionalistas. Con Pedro Sánchez, la ruptura de consenso se ha hecho aún más grave, si cabe, ya que el pacto es con los partidos radicales y minoritarios que soportan a un gobierno en minoría. 

En la oferta electoral los partidos minoritarios exacerban artificialmente las diferencias, frente a una mayoría que habita cómodamente en el centro sociológico, para mantener el apoyo de sus fieles, el aplauso y voto acrítico de su coto electoral, al saber que la mayoría social es inalcanzable, pero su voto parlamentario podría ser indispensable. Buscan clientes de nicho altamente rentables. Así, sin quererlo, la sociedad queda cautiva de sus radicales, tanto en la izquierda (Podemos frente al PSOE), como en el seno de los nacionalismos periféricos (Bildu frente al PNV, Esquerra frente a los que fue Convergencia) como en la derecha (Vox frente al PP). Gesticuladores aún mas estridentes y ridículos. Los partidos que nacieron para corregir este esquema con una agenda de renovación democrática, reformismo y consenso constitucional (primero UPyD y ahora Ciudadanos) se han derrumbado y no son relevantes ni, por lo tanto, herramientas útiles. A escala autonómica este esquema de gesticulación y radicalismo se repite, pero con espejos deformantes que harían las delicias de Valle-Inclán.

La solución es fácil e imposible a la vez: iniciativa privada como impulso social y, ahora que se abre el ciclo electoral, voto crítico, no partidista, a escala local, autonómica y estatal por los candidatos que menos gesticulen. ¿Y eso cómo se mide? Basta mirar una sola cosa: cómo se refieren a sus adversarios políticos.

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