Santorales laicos
«El Día del Padre, a las puertas de su desaparición por la alegre cuchipanda posmoderna, va a reforzar la figura de San José, aunque sea sin día festivo»
Mañana es san José, un hombre bueno y serio cuyo papel en la Biblia oscila entre tres hechos capitales: el viaje a Belén para empadronar a su familia –o sea, a su mujer embarazada y a sí mismo– obedeciendo el edicto del emperador Augusto; el viaje a Egipto escapando de la matanza ordenada por el rey Herodes –tan rijoso como lo son a veces los reyes y tan celoso como todo el que en el poder proyecta su afán fetichista de inmortalidad–; y la educación de su hijo durante la infancia y la adolescencia, una educación impregnada de orden, bienestar y discreción. Dos viajes –aunque al segundo le llaman huida– y una educación; al fondo, la compañía y el apoyo a su mujer envuelto en un silencio que transmite placidez, cierta alegría y conformidad con la vida. Da la impresión de que José de Nazaret era de aquellas personas que cuando te sientan a su mesa te hacen sentir estupendamente, sin alharacas ni vanidades.
Durante muchos años –de mi vida, más de treinta– el día de san José era día de precepto o festivo en toda España. En mi familia, además, era el día de mi santo. Que se celebraba de una manera tan sencilla como los de mis hermanos: aquel día, el homenajeado elegía el menú que en mi caso consistía en un arroç sec, que no es paella y se cocina en cazuela de barro. Mi madre bordaba esos arroces y le salían igual de bien cuando los hacía con cuatro cosas de aquí y de allá, como si les añadía el barroquismo del mar Mediterráneo. Esta era la costumbre que distinguía el santo de un día corriente y disculpen la intrahistoria, pero viene al caso.
Y lo hace porque en mi casa nunca se celebró el Día del Padre –que se inventó e hizo coincidir con la festividad de san José a finales de los 60–, ni el Día de la Madre que cayó y sigue el día 1 de mayo. Todo eso eran «paparruchas de Galería Preciados para vender más» y encima, el 1 de mayo se celebraba el cumpleaños de mi hermano Javier, o sea que velitas encendidas, entusiastas soplidos a la hora del postre «Cumpleaños feliz» y mi madre encantada. Los días entonces se regían por el santoral: guardo todo el Año Cristiano de mi padre junto a los tres tomos de Patrología, de Johannes Quasten, ambos editados por la B.A.C., y cuando me pongo estupendo, acudo a la maravillosa Leyenda Áurea, de Santiago della Vorágine, que fue arzobispo de Génova en el siglo XIII. Quiero decir con esto que el calendario se regía por las estaciones y por el papa Gregorio XIII, que fue un hombre sabio que en el siglo XVI instauró el calendario tal como lo conocemos, desplazando el Juliano, que era más inexacto.
«Hace unas décadas que los días del calendario gregoriano, que sigue siendo el nuestro, empezaron a mutar civilmente»
Pero hace unas décadas que los días de ese calendario que sigue siendo el nuestro empezaron a mutar civilmente: a san José lo degradaron quitándole el festivo –a los Josés nos rebajaron la categoría– y a llenarse de días como mínimo, curiosos. Ya no sólo el de la madre y el del padre, sino el de la física cuántica, el del bombero torero, el de la NASA, el de las brujas de Zugarramundi y el de las comunidades autónomas… Como si éstas fueran hijas de un calendario de la Revolución Francesa, ya saben: los meses de Brumario, Nivoso, Floreal, Vendimiario o Termidor y no recuerdo ahora los nombres de los que me faltan. Para los de mi generación, una risa, pero esa risa ha ido ganando terreno a marchas forzadas, desplazando al santoral y afianzándose a base de decretos (y perdonen la expresión «a base de»). Y si no, pregunten en institutos y colegios o consulten agendas y calendarios, donde sólo uno de cada tres lleva los santos del día, con lo que lo de felicitar a los conocidos se ha puesto difícil.
En uno de esos colegios –andaluz concretamente, pero podría ser de cualquier lugar de España– una maestra ha decidido eliminar el Día del Padre y en su clase no se va a celebrar porque considera que en la sociedad donde vivimos el padre ya no es padre ni nada y la familia ha mutado en distintas formas donde el padre ni pincha ni corta, ni está ni se le espera y hay que ser igualitarios. O sea que hemos pasado del «no digas de esta agua no beberé ni este cura no es mi padre» a otra festividad laica de la alegre cuchipanda posmoderna donde se confunden padre y patriarcado y por tanto se exilia al primero a la nada, mientras del segundo no quedan ni las cenizas. Pero miren por dónde eso está bien porque va a reforzar la figura de san José, mermada por la otra cuchipanda, la comercial, y el día del Padre, si se hace caso a la iniciativa de esta maestra sicalíptica, está a las puertas de su desaparición. O sea que vuelve san José, aunque sea por la puerta de servicio y sin día festivo. Quizá sea un primer paso –aquello de los renglones torcidos– para recuperar lo esencial en lo esencial y dejarnos de majaderías.