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José Carlos Llop

Otros funerales

«Las imágenes de un funeral católico en Francia se han hecho virales. La figura del marido, bailando solo, no restaba un ápice de solemnidad al momento vivido»

Opinión
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Otros funerales

Erich Gordon

No nos salgamos, de momento, de la ficción, que fuera de ella hay mucho lío. Al margen del funeral de Churchill –la infancia de mi generación y aún recuerdo las grúas del Támesis inclinándose al paso del féretro– y de la reina Isabel II –o el canto del cisne de una forma, muy completa, por cierto, de entender el mundo–, dos son los funerales de ficción que han marcado época. El primero es el funeral vikingo que organizan de niños los cuatro hermanos en la película Beau Geste, que se repetirá años más tarde en la Legión Extranjera. El segundo –4 bodas y un funeral– ya nos cogió en la vida adulta y su valor reside en la lectura durante la ceremonia religiosa de un bello poema de W.H. Auden, Detened todos los relojes, desde entonces de lo más popular.

Dos son los ejes afectivos sobre los que pivota la emoción en ambos funerales: el que forman infancia y familia en Beau Geste, y el trazado por la madurez y la amistad –que es una forma de cercanía familiar de la sociedad– en 4 bodas y un funeral. Ambos son ficción, pero ambos han influido en nuestra vivencia de ciertos funerales, sumándose a la tradición cultural de toda la vida. La épica y la sentimentalidad.

Por desgracia hemos asistido ya a demasiados funerales y hemos vivido sus metamorfosis en el tiempo. Y digamos que su deriva ha sido la explosión de esa sentimentalidad, mal digerida. Sin la contención medida –como sólo sabe hacer un buen poeta– de los versos de Auden. Ante el dolor todos podemos entender la necesidad de que los nietos recuerden a la abuela o los hijos al padre, pero también sabemos que, en la mayoría de los casos, lo que salga de ahí no será literatura –la que se merecen los muertos– y la emoción se quedará en los propios, no trascenderá. Y frente a la trascendencia de la muerte, la no trascendencia de las palabras dichas, aunque comprensivos, nos hace sentir un poco incómodos. En este sentido, la tradición protestante no ha mejorado la católica, cuya liturgia es muy superior. Porque esa influencia –cinematográfica, no lo duden–, ha hecho que se pierda algo muy importante en un funeral: la contención de los sentimientos, de lo que tanto sabemos en el Mediterráneo. Tanto que hasta inventamos las plañideras para evitar que asomara una sola lágrima propia en público.

«Otros que parecían oficiados por alguien del IRA –el resentimiento político como lenguaje sentimental–»

Esta evolución ha hecho que tuviéramos que asistir a funerales ajenos donde apenas nadie se sabía las oraciones de la misa, a otros que parecían oficiados por alguien del IRA –el resentimiento político como lenguaje sentimental– y a otros donde se aplaudía al final de los homenajes leídos, como si la parroquia fuera un plató de televisión o una escena de El planeta de los simios. Nos hemos vuelto, claramente, un poco raros.

Esta semana las imágenes del colofón de un funeral católico en Francia se han hecho virales y son cerca de tres millones quienes las han contemplado. Se trataba del funeral de la maestra asesinada por un alumno y una vez el féretro estuvo en la calle y amigos y familiares haciendo el pasillo, el marido –calvo, alto, delgado, camisa blanca y traje negro, sin corbata (me recordó al bailarín catalán Cesc Gelabert)– empezó a bailar. Muy armónicamente y solo, a los pies del ataúd de su mujer, casi como en una danza nupcial de un ave macho alrededor de la hembra. Pero también como la escenificación del amor, manifestado en el dominio del dolor a través del baile. Sonaba música swing y al cabo de un minuto, amigos y familiares, estos sí en pareja, bailaban también, con la iglesia al fondo.

La escena hacía pensar en la alegría disfrutada por ese matrimonio, compartida con sus amigos. Y hacía pensar también en una de esas películas costumbristas del cine francés, que tratan tan festivamente la amistad en el tiempo, como la familia, el amor o el adulterio. Y el baile –sobre todo en la figura del marido, bailando solo– no restaba un ápice de solemnidad al momento vivido. Nada allí era cine aunque pudiera estar influido por él: desde el baile público a nuestra mirada privada. Y todo era homenaje a la vida vivida, esa necesidad imperiosa que también nace de la muerte. Como el amor.

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