THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Saturno devora a sus hijos

«Primar el presente a costa de la sostenibilidad futura de las políticas sociales resume el abecedario populista: lo que cuenta es contentar las bolsas de voto»

Opinión
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Saturno devora a sus hijos

Ilustración de Erich Gordon.

Mientras que la Francia agraria se levanta en contra de la reforma de pensiones ideada por Macron, en España el Gobierno decide seguir propiciando sus políticas antiempresariales para salvar la última línea de ayudas europeas de los llamados «Fondos de Resiliencia». Al final, se encuentra siempre la difícil conciliación entre las políticas generosas del Estado del bienestar y la realidad de un invierno demográfico que envejece, década tras década, el rostro de Europa. Un continente menos joven supone una mayor presión sobre los dos grandes pilares sociales de la Unión: la sanidad –¿cómo pagar todos los tratamientos crónicos necesarios?– y las pensiones públicas –¿cómo seguir sosteniéndolas?–. Las dos necesitan reformas y ambas resultan costosas electoralmente para el gobierno de turno.

Sánchez y Escrivá lo saben y han intentado, hasta el último momento, sortear sus exigencias, al menos hasta la siguiente legislatura. No sólo eso; el agujero de la deuda pública española no ha hecho sino agrandarse estos últimos años con la medida presupuestaria más antisocial que se recuerde en democracia: la subida de las pensiones ajustada a un IPC desbocado que pagarán los hijos y los nietos de los afortunados de hoy. Primar el presente a costa de la sostenibilidad futura de las políticas sociales resume a la perfección el abecedario de un populista: lo que cuenta es contentar las grandes bolsas de voto. Y mañana ya veremos.

Sánchez y Escrivá lo sabían, pero al final han tenido que ceder a las exigencias de la UE, como no podía ser de otro modo. Una papeleta difícil para un país –España– que ha sido incapaz históricamente de conseguir tasas aceptables de empleo y que lleva al menos tres lustros inmerso en una continua crisis económica. Las opciones pasaban por repartir los costes entre varias generaciones o por incrementar la fiscalidad del empleo. El Gobierno ha preferido lo segundo, dejando claro cuáles son sus prioridades. El eslogan electoral queda así redactado aún a costa de lo que sugiere la lógica económica más elemental.

«El recurso facilón de cargar los males patrios al empresariado no se traduce en una mejora de las condiciones de vida de los españoles»

Porque, en efecto, la principal urgencia de España hoy en día es impulsar un crecimiento saneado y sostenible que atraiga la inversión internacional y que recupere cuotas de competitividad. Por si el aviso de Ferrovial no había resultado suficiente, el incremento de la fiscalidad sobre el empleo grava el punto más débil de nuestra economía, que es el altísimo desempleo crónico. Por añadidura, reduce el atractivo inversor de nuestro país y desincentiva los salarios altos o simplemente aceptables (y hablamos de un lugar –España–, como nos recordaba Victoria Carvajal el pasado domingo en las páginas de este medio, que lleva desde 2006 sin mejorar su renta per cápita). El recurso facilón de cargar todos los males patrios al empresariado no se traduce –no lo ha hecho antes ni lo hará ahora– en una mejora real de las condiciones de vida de los españoles, sino en un deterioro de nuestra competitividad futura. Porque, además, la nueva fiscalidad no tiene como objetivo mermar determinadas brechas sociales, que no han hecho sino aumentar en estos últimos años. No hay recursos para la vivienda, ni para la educación, ni para la I+D, ni para las infraestructuras, ni para los jóvenes; sólo para ir tapando las vías de agua de un sistema insostenible (o que sólo resulta sostenible, como es el caso, a costa de sacrificar a nuestros hijos).

La indiferencia de un padre que despilfarra el patrimonio de sus hijos –un Saturno empeñado en devorar lo que sería su herencia– se ha asentado como una característica cultural de las democracias cortoplacistas. Recuperar la sensatez política significa volver a pensar no ya en legislaturas, sino en décadas: algo utópico a día de hoy y que sólo parece posible en gobiernos de concentración nacional o empujados por circunstancias extremas, como ocurrió con la anterior crisis económica de 2008-2011. Y nada invita al optimismo.

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