THE OBJECTIVE
Daniel Capó

La piedra en la mano

«España necesita abrirse de nuevo y dejar atrás sus fobias seculares, y precisa también dejar de agarrarse insistentemente a un pasado idealizado»

Opinión
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La piedra en la mano

Ilustración de Erich Gordon.

Los escándalos y las polémicas se suceden en la vida pública española a pocos meses de las elecciones. Es la ley de la política actual, sujeta a la negación de cualquier consenso mínimo. Al igual que una determinada filosofía se empeñó en deconstruir nuestro legado cultural y humano, el acuerdo amplio, fructífero, propio de las sociedades liberales, ha sido sustituido por el empeño de una hegemonía que no tolera el perfil punzante de la disidencia. Los judíos dirían que el nuestro es un tiempo sin lágrimas y, por ello mismo, especialmente peligroso: sólo conoce el filo del acero. Es cierto, sin embargo, que hay lágrimas que humanizan –las de la compasión– y otras que forjan identidades excluyentes, ideologías encerradas en sí mismas –las de la autolástima–.

Las primeras no sólo nacen del disenso, sino que exigen esa opción: los adversarios se reconocen como contendientes dotados de derechos y dignidad, cada uno con su parcela de verdad. Las lágrimas identitarias, en cambio, promueven la guerra cultural porque permanecen sordas a cualquier otro dolor que no sea el suyo propio. De este modo, en la guerra cultural –signifique lo signifique este término–, se impone una dinámica distinta, más agresiva, donde el adversario se convierte en enemigo y en la que lo único que cuenta es saber quién gana o quién pierde, quién logra la victoria o quién cae derrotado.

Si es así, ¿se puede hablar con quien sólo busca tu rendición y considera deslegitimada moralmente tu posición incluso para tomar la palabra y expresarte? ¿Se puede dialogar con aquel que no escucha las razones de tu pasado, el peso de tu memoria, el eco de tu dicha o tu dolor, y lo único que anhela es tu cancelación, es decir, tu sometimiento, tu silencio? Para decirlo con Hans Urs von Balthasar, el famoso teólogo suizo del siglo pasado, ¿cómo debatir con aquel que te espera con un puñado de piedras en la mano? Por supuesto, la Historia nos demuestra que existe el martirio de la Verdad, pero esta –se escriba con mayúscula o con minúscula– no pertenece a los que lanzan la piedra, sino a las víctimas. Es la histeria colectiva de los acusadores, su evidente fanatismo, lo que miente y nos condena; y es la sorprendente resistencia de los acusados, a veces contra toda esperanza, la que salva la democracia y construye su imprescindible pluralidad.

«Los dos grandes riesgos que se nos plantean son el ensimismamiento y la romantización del pasado»

La pregunta lógica en nuestro tiempo es considerar sobre qué bases se puede generar un nuevo acuerdo que permita neutralizar los extremismos (e incluso los discursos y las tácticas radicales que se han apoderado en ocasiones de los partidos mayoritarios) para forjar un nuevo espacio de encuentro. Y no hay respuestas sencillas, a pesar de que la solución sería tan fácil como aplicar los principios fundamentales de la civilización: el fair play y la educación. Pero no parece que vayamos por allí, a pesar de que los sociólogos aseguran que la subcultura woke ha tocado techo –y quizá sea cierto–, pero las autopistas por las que circulan las emociones políticas son otras; seguramente más efectivas a corto plazo, pero con una fecha de caducidad tasada. El antropólogo francés René Girard sostenía que no vale la pena enfrentarse a las modas contemporáneas porque se devoran las unas a las otras a una velocidad de vértigo. De ser así, a Sánchez le quedaría poco tiempo en el Gobierno y el lapso posterior del PP tampoco sería largo. Pero también podría suceder lo contrario, como ha ocurrido con la hegemonía nacionalista en el País Vasco y en Cataluña, donde hay una única tendencia de fondo. Los dos grandes riesgos que se nos plantean son el ensimismamiento –ese mal propio del derrotado– y la romantización del pasado.

España, nuestra sociedad, necesita abrirse de nuevo y dejar atrás sus fobias seculares, y precisa también dejar de agarrarse insistentemente a un pasado idealizado, casi sin mancha, sea del signo que sea. Dar respuesta a ambos males es un deber cívico si se quiere afrontar ese otro mal principal que es la ausencia, cada vez más evidente, de una mínima tradición común que facilite los grandes acuerdos de país.

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