Una enseñanza de Jorge Edwards
«La fragilidad de la víctima infantil afloró en sus últimos años, cuando, desnuda ante el abismo de la muerte, caen las máscaras protectoras de la personalidad»
Salvador Allende, no sin dudas, encargó a Jorge Edwards, que había hecho una notable tarea diplomática en París y luego en el Perú de Velasco, que fuera su enviado personal en la Cuba de Fidel y, como tal, el encargado de dar los pasos necesarios para la reanudación de las relaciones diplomáticas entre ambos países. Edwards era ya un escritor con cinco libros de cuentos (como Las máscaras) y una novela antes de cumplir los cuarenta años de edad (El peso de la noche). Libros de factura perfecta y una mirada crítica sobre la doble moral de la sociedad chilena. Con ese doble bagaje aterrizó en La Habana. Apenas tres meses más tarde, la aventura terminó con la declaración de «persona non grata» hacia el escritor y su expulsión de la isla. Dos años después, Allende se suicidó en el Palacio de la Moneda ante el golpe militar de Pinochet. El vendaval de la historia y un testigo: Jorge Edwards.
La revolución cubana enfrentaba su primera crisis de aceptación internacional por el caso Padilla, del que Edwards fue testigo privilegiado, ya que desde que llegó a Cuba buscó con toda naturalidad a sus colegas escritores, a los que había conocido en el 67 cuando participó en diversas actividades de la Casa de América de Haydée Santamaría. Vivió en carne propia las escuchas, la disputa entre el aparato represor y el cultural de la revolución, el cinismo pragmático de Fidel, el agotamiento de recursos en la isla, el deterioro cotidiano de La Habana y ese matrimonio mal avenido entre el ingenuo anhelo de utopía, aún intacto en muchos, con la cruda realidad de una dictadura que se consolidaba a costa de las libertades mas básicas.
Tras la expulsión de Edwards, las relaciones entre Allende y Fidel no empeoraron, sino al contrario, se consolidaron. Ya no había testigos incómodos ni espíritus críticos de por medio. A Edwards se le asignó de nuevo París, esta vez a las órdenes del nuevo embajador, Pablo Neruda, su viejo amigo y maestro, del que escribirá una biografía indispensable, Adiós poeta. Fue en París y bajo la mirada de Neruda que Edwards emprendió la dolorosa tarea de ordenar sus recuerdos habaneros. Una vez terminado el libro, pese al intento de disuasión de Neruda (el momento oportuno para un comunista de criticar el comunismo siempre se pospone), decidió publicarlo. Pero justo en ese momento sobrevino el golpe militar de Pinochet, el suicidio de Allende en el asediado Palacio de la Moneda y la muerte, tras años de lidiar con el cáncer de próstata (no, no fue envenenado), del propio Neruda.
«No solo deja mal parado a Fidel, desnudando su falsa moral revolucionaria y los mecanismos que lo habían convertido en un dictador, sino que es crítico con decisiones del gobierno de Allende»
Si el libro era inoportuno con Allende en el poder, era escandaloso tras su derrocamiento y muerte. Aun así, Edwards se mantuvo firme en su plan original de sacarlo a la luz. Recordemos que el libro no solo deja mal parado a Fidel, desnudando su pulsión autoritaria, su falsa moral revolucionaria y los mecanismos que lo habían convertido en un dictador, sino que es crítico con muchas decisiones del gobierno de Allende, cuyo trágico fin lo convirtió en un mártir súbito de la causa: un bel morri tutta la vita onora.
Persona non grata es libro indispensable, habitado por los grandes fantasmas de la vida latinoamericana del siglo XX: Castro, Allende, Neruda, Lezama, Pinochet. El libro nació con cortes por la censura y por la autocensura, y tuvo que esperar a su segunda edición para poder leerse completo. Es una crónica personal, subjetiva, pero verdadera, de la Cuba del fracaso de la «zafra de los diez millones», de la Cuba del combate abierto a la disidencia política, intelectual, artística y económica, con la abolición de cualquier forma de mercado. No es de extrañar su impacto, que puso a Edwards en el centro del debate cultural, al que perteneció en justa lid el resto de su larga y prolífica vida, con libros tan notables como Los convidados de piedra, El idiota de la familia o La muerte de Montaigne.
Conocí a Jorge Edwards a finales de la década de los noventa en la Ciudad de México y lo vi muchas veces. Incluso de manera cotidiana en Madrid en el primer lustro del siglo XXI. Fui su editor por lustros y su anfitrión en 2014 cuando viajó a México a celebrar el centenario de Octavio Paz. Era divertido y pícaro, sin dejar de ser profundo. La mayor marca de su vida no tenía que ver con el apellido Edwards, tan central en la vida económica y mediática de Chile, ni su formación de abogado por la Universidad de Chile o de politólogo de Princeton, ni siquiera su amistad con Neruda, sino sus años de colegial con los jesuitas y el abuso que sufrió, algo que sólo reveló en sus memorias. La fragilidad de la víctima infantil afloró en sus últimos años, cuando, desnuda la persona ante el abismo de la muerte, caen las máscaras protectoras de la personalidad.
Edwards hizo de la conversación un arte, lamentablemente fugaz: iba de Montaigne al Moulin Rouge sin cambiar de semblante ni de mueca irónica. Ojalá que alguno de sus amigos más cercanos –pienso en el chileno Carlos Franz, el peruano Jorge Eduardo Benavides o el español Juan Malpartida, que lo acompañaron lealmente en su enfermedad y ocaso–, puedan hacer lo que él hizo con Neruda: un retrato humano que sea un retrato intelectual y viceversa; un rescate del Edwards oral que haga permanente lo inevitablemente efímero. Estoy seguro que descubriríamos un Edwards igual de genial que su obra impresa. Al resto, nos quedan sus libros y una enseñanza crucial: el mejor momento para decir la verdad es ahora mismo.