Los padres
«Todas esas sensaciones de pérdida nos preparan para el momento fundamental, la hora de la verdad, que quizás no sea la nuestra, sino la del padre»
De niño leí mucho a Asimov. Casi todo lo que había traducido. Llegó una época incluso en que me llevaba libros de Asimov al Bernabéu, hasta que mi padre tomó nota y dejó de pagarme el abono. Los libros también me los compraba él, así que en el fondo daba igual. Además, era la primera época del Cruyff entrenador, la decadencia de la Quinta, y nadie era capaz de reprochármelo. Tardé casi diez años en reconciliarme con el fútbol. Asimov se murió en el 92, cuando estábamos todos chapoteando en modernidad. Recuerdo sentir una debilidad gigantesca, quizás la primera sensación de absoluta indefensión, cuando aquel hombre al que leía sin parar, que había modelado mi forma de pensar tanto o más que la escuela, se podía morir estúpidamente de un día para otro. Mucho más tarde supe que había sido el SIDA, una transfusión, yo qué sé.
He visto las fotos del Bruce Willis convaleciente, casi atontado, y aunque van tres décadas de reconocer la indefensión ajena y la propia, he sentido de nuevo una punzada similar. Yo conocí a Bruce Willis. Lo cuento ahora y así nos ahorramos más adelante el absurdo obituario -«¡Lagarto, lagarto! ¡A ver si te mueres tú antes!»- que habla del escritor y no del finado. Era el año 99 y yo echaba un verano trabajando en las rebajas de una tienda de muebles para pagar diversiones. Sería una tarde de finales de julio, casi al cierre. Llegó una comitiva extraña a la tienda y empezaron a revolucionarlo todo. Fue corriendo la voz: venía Bruce Willis con su novia española. Querían una cama con dosel, el sofá más grande que hubiera, puertas, mesillas, lámparas. Se organizaron unos equipos para empezar a llevarle los muebles a su casa según los iba eligiendo y pagando. Todo tenía que montarse aquella noche.
Y nos fuimos a su casa. Había comprado o alquilado un piso de lujo frente al Retiro, a la vista de Espartero, aunque las cortinas estaban echadas permanentemente en previsión de los paparazzi. Empezamos a acarrear, a desempaquetar, a colocar, y él bailaba entre nosotros sin saber bien dónde colocarse, intentando ayudar o al menos no estorbar. A mí me parecía muy mayor. Era alto y ancho de espaldas, ya tenía poco pelo. En un momento de descanso sacamos unos cigarrillos y él se apresuró a ofrecernos fuego -«¡Fuego, señor!». Eran otros tiempos. Luego hubo que desencajar una puerta para pasar algo al dormitorio y mi amigo Jose, que no es pequeño, tuvo dificultades. Bruce Willis se acercó y la desencajó sin esfuerzo, y se llevó la hoja en volandas -«¡Señor, señor!». Todo era «señor». Jose se quedó mirando entre sorprendido y herido, y yo le susurré: «Por eso él es Bruce Willis y tú no».
«Para mí Bruce Willis no era tanto el de los ‘blockbusters’ de los 90 cuanto el de ‘Luz de luna’»
Esa noche no pude quedarme a terminar la mudanza, pero sé que repartió comida del Burger King y billetes de 100 dólares, que entonces eran aún más impresionantes. Y daría fuego a todo el mundo. Para mí Bruce Willis no era tanto el de los blockbusters de los 90 cuanto el de Luz de luna, que veíamos en casa los jueves por la noche, colándome en un mundo de adultos que entonces parecía luminoso. Al día siguiente volvimos a llevar lámparas y otros enseres menores. Salieron unas fotos en alguna revista del corazón que, si alguien las encuentra, no me dejarán mentir: yo aparezco muy delgado, fugaz, con unas gafas de plástico de bakala en la cabeza. Él me parecía muy mayor entonces, pero era -permítanme el comentario banal, como de hilo de Twitter- más joven de lo que soy ahora cuando escribo estas líneas.
El año pasado sentí una indefensión parecida, pero ya muy mediada por los años y por los personajes -el suyo y el mío- cuando murió Escota; que murió anunciado pero muy consumido igualmente. Ah, aquella noche con Bruce Willis no me pude quedar a terminar la mudanza porque tenía que ver a un amigo. Su padre acababa de morir, joven aún, de una hemorragia cerebral cuando jugaban al fútbol. Todas esas sensaciones de indefensión, de pérdida, nos preparan para el momento fundamental, la hora de la verdad, que quizás no sea la nuestra, sino la del padre.