THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Tu obispo te felicita el Ramadán

«Que un obispo, almeriense o de otra diócesis, llame a la autenticidad resulta iluso. ¡Quizá a mí no me interese que un musulmán sea auténtico del todo!»

Opinión
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Tu obispo te felicita el Ramadán

Suhaib Salem (Reuters)

Solo unos pocos cientos de interesados, por costumbre, atienden la cuenta de Twitter que gestiona la Diócesis de Almería. De ahí lo extraordinario de lo acaecido el miércoles pasado: más de 320.000 visualizaciones de uno de sus tuits, casi 400 comentarios, cerca de 200 citas. ¿Cuál fue el motivo de tan desbordante interés? ¿Algún comentario filosófico-teológico de especial enjundia? ¿Alguna reflexión pastoral sobremanera brillante?

Nada de ello; solo una simple felicitación. Eso sí, emitida por su obispo. Y dirigida no a sus fieles católicos, sino a los musulmanes de su diócesis. Pues el motivo era el inicio de Ramadán, mes de penitencia que culminará el día de Aíd al-Fitr, Fiesta del Fin del Ayuno. La cual el prelado almeriense les felicitaba con efusión, así como les deseaba un Ramadán «generoso» y «en la búsqueda de la autenticidad».

Las reacciones a ese tuit no carecieron tampoco de autenticidad, si bien de un signo algo diferente. No vamos a exigir a estas alturas a las redes sociales que se porten como en Versalles, pero los españoles que leyeron al señor obispo oscilaban entre el pasmo y la desazón. Si uno lee sus protestas, ¿cabe concluir que estamos ante un simple caso de xenofobia, como las catalogaría de inmediato el catecismo progre? ¿La grey católica en España no está a la altura de la bienintencionada mansedumbre cristiana de sus prelados? ¿Quienes, con ocasión del citado tuit almeriense, recordaban que hace solo dos meses un musulmán asesinaba a un sacristán, en una iglesia de Algeciras, al grito de «¡Alá es grande!», cultivan tan solo sentimientos rencorosos tras semejante crimen?

Quizá las cosas sean menos sencillas de lo que reflejan todos esos juicios moralistas. Empecemos por fijarnos en el llamamiento episcopal a la «autenticidad». ¿Es de verdad una virtud eso de ser «auténtico»? Mi vecino del sexto izquierda eructa, sonoro, cada vez que se mete conmigo en el ascensor. «Yo es que soy muy auténtico», me aduce, ufano, cuando le miro con repetido asombro. «Bueno, pues a lo mejor tendrías que ser algo más hipocritilla», me digo para mis adentros entonces yo.

Vivimos en una época que exalta la autenticidad como si fuera una virtud incuestionable, cuando lo cierto es que anda lejos de serlo. Hace unos años lo denunció ya el filósofo Harry Frankfurt, en su inolvidable On Bullshit (Sobre la charlatanería). Uno de los problemas que tanta insistencia actual en lo de ser auténticos, resaltaba, es que acabemos confundiendo lo trivial con lo importante, solo porque «es que yo lo digo / es que yo lo hago / es que yo lo valgo». ¿Por qué no nos preocupamos más por la verdad que por expresar nuestra interioridad «auténtica»?, se preguntaba Frankfurt allí.

Podemos preguntárnoslo nosotros también. E incluso preguntárselo a nuestros obispos. ¿Qué es más importante, «ser auténticos» o buscar lo verdadero? ¡Quizá a mí no me interese que un musulmán sea auténtico del todo! Que me coloque en la posición auténtica que su religión reserva a los cristianos y a los ateos, por ejemplo.

Pues es una posición un tanto gravosa: para el dhimmi o cristiano, pagar más impuestos, llevar ropas que lo distingan, abstenerse de construir nuevas iglesias, abandonar todo intento de conversión.

«Las leyes de Arabia Saudí equiparan el ateísmo con el terrorismo»

Para el ateo las prospectivas resultan incluso peores. En 13 países de fe coránica, esa sola característica te acarrea la pena de muerte. Las leyes de Arabia Saudí equiparan el ateísmo con el terrorismo. Y no se trata de una mera imposición de sus gobernantes: un 86% de los musulmanes egipcios, un 82% de los jordanos y 76% de los pakistaníes apoyan la ejecución de los apóstatas, nos recuerda el último estudio del Pew Research Center. En Europa (con un 15% de los bosnios o un 11% de los kosovares) las cifras, aunque mucho menores, tampoco son irrelevantes.

Ante este panorama, es comprensible que para muchos musulmanes que han dejado de serlo el Ramadán sea un mes atribulado. Por una parte, desearían saltarse sus estrictas normas de ayuno (no comer ni beber de sol a sol), normas en las que ya no creen. Por otra parte, ese simple descuido puede ser una pista para que sus convecinos detecten su muy punible increencia. Sus mismas vidas correrían peligro si mostraran, «auténticos», su auténtica falta de fe.

Que un obispo, almeriense o de cualquier otra diócesis, llame entonces a la autenticidad puede resultar, como mínimo, un pelín iluso. Quizá estaría mejor que apelara a la Verdad en mayúscula o a simples verdades en minúscula: como que saltarte un ayuno no debería ser nunca causa de persecución, se me ocurre. O que cambiar de religión no debería acarrear la muerte. Esas simples verdades, sin más.

En nuestro artículo, de hace dos semanas, aquí en THE OBJECTIVE subrayábamos el problema que supone el desprecio de la verdad estricta hoy en la Iglesia católica. Habría estado bien, para ir superando ese lastre, que los obispos, el de Almería mismo, se dejasen de llamamientos a vivir con «autenticidad» las cosas (sea el islam, sea la religión rastafari o sea la fe raeliana) y empezasen a encomiar (ante los musulmanes también) las ventajas de la verdad. Que uno se atrevería a sugerir que, desde el siglo I, es lo que tales obispos están llamados a predicar.

Cuando alguien se expresa como yo lo estoy haciendo suele respondérsele con dos contraargumentos que merece la pena desentrañar en lo que resta de este artículo. El primero es que un islam «auténtico» no postularía el castigo a los apóstatas, la persecución a los ateos o la discriminación contra los cristianos que hemos mencionado. Según esta interpretación, los musulmanes profesan, en realidad, una religión «de paz». En tal idea coinciden desde el presidente turco, Tayyip Erdogan, hasta la periodista española Ana Pastor, pasando por cualquier web de propaganda islámica.

¿Es esto así? Lo cierto es que la comunidad islámica, como tantas otras, carece de una autoridad última a la hora de interpretar sus siempre reinterpretables textos (defecto del que carecen los católicos, por ejemplo, gracias a su Magisterio). Por tanto, sin negar que haya musulmanes indulgentes, que relean los más violentos pasajes del Corán o de los hadices con un toque espiritual o simbólico, lo cierto es que esas sus buenas intenciones acabarán en todo caso sirviendo de poco: siempre habrá otros intérpretes, a menudo de más prestigio o poder, que mantendrán el sentido literal de tales textos. Y que convencerán a millones (como hemos mencionado, ya que ocurre en 13 países de mayoría musulmana) para que se aplique su violencia aquí o allí.

«Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica ‘mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios’»

La segunda réplica con que se intenta salvar al islam posee rasgos más intraeclesiales. Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica «mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra». Si islam y cristianismo adoran al mismo Dios «que habló a los hombres» en «Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia», ¿no es razonable pensar que, a la postre, no hay tantas diferencias entre musulmanes y católicos? ¿No podrían unos y otros entonar, con las manos entrelazadas, el himno de «Viva la gente, la hay dondequiera que vas, viva la gente, es lo que nos gusta más»? Hay que ser muy mala persona, nos aseveran algunos, para que no se le ponga a uno la carne de gallina ante semejante muestra de armonía interreligiosa mundial.

En este punto conviene, empero, completar esos razonamientos teológicos con un poquito de filosofía del lenguaje. No tema el lector, evitaré para ello los términos técnicos implicados (especialmente si van en lengua alemana: Bedeutung, Sinn, Begriff…). Y me basaré solo en un ejemplo cotidiano

Imagine, paciente amigo, que va usted por la calle caminando junto a su amigo Abdul y entonces este le señala, a lo lejos, a una tercera persona. «Mira», le dice a usted, «ese es Miguel Ángel Quintana Paz, el que a veces escribe cosillas de cierto interés en THE OBJECTIVE». Usted echa un vistazo hacia el individuo señalado y corrobora: «Sí, es cierto, parece que por ahí va ese tal Quintana Paz».

La conversación entonces se centra en el hombrecillo que han detectado a lo lejos. «Me encanta cómo escribe Quintana Paz siempre sobre el idioma sánscrito y la arqueología sumeria», declara Abdul. Usted, al oírlo, se rasca la cabeza: «Um, ¿idioma sánscrito y arqueología sumeria? ¡Jamás he leído a ese filósofo palabra alguno sobre tales asuntos! Estoy seguro de que los ignora por completo. Yo le he visto más bien escribir sobre filosofía, actualidad y política. Incluso el otro día se permitió publicar un texto algo crítico con el Papa».

«¿El papa Francisco?» replica Abdul. «¡Qué va!», exclama. «¡Quintana Paz nunca ha escrito nada sobre ese Papa, o sobre religión católica, y jamás de los jamases redactaría ni una sola línea sobre el obispo de Almería, por ejemplo! Él solo habla de los rastafaris, a los que ha dejado varias veces claro que admira por sus rastas y por el uso que al cannabis le dan».

Usted, ante estos asertos de su amigo, se queda perplejo. «Que yo sepa, Quintana Paz ha elogiado como mucho alguna vez el vino, ¡pero nunca los porros!» reivindica. «¿El vino?, contesta Abdul, «¡pero si es abstemio! Además, tiene fama de no salir de casa en todo el día, dado como es a pasárselo meditando, ascético, mientras adora a la Pachamama, su deidad favorita. Y eso en los pocos ratos que no dedica a levantar pesas de 100 kg en alguno de sus numerosos bancos de musculación de sus varias mansiones. ¡Por eso es tan musculoso y fortachón!».

Llegados a este punto, ¿qué pensaría usted? Sería legítimo que concluyera lo que quizá muchos llevamos ya un rato pensando: aunque, en apariencia, usted y Abdul estén señalando al mismo individuo, ese tal Quintana Paz, en realidad están hablando de dos personas muy diferentes. Los datos que proporciona Abdul sobre Quintana Paz, aunque le dé también ese nombre, tienen poco que ver con el Quintana Paz real. En cierta medida, de hecho, dice justo lo contrario de lo que Quintana Paz es. Así que no, no hablan ustedes de la misma persona. Abdul se equivoca en casi todo sobre él; usted, aunque tampoco lo conozca por completo, al menos sí intuye por dónde va ese filósofo (que, en efecto, no, no tiene numerosos bancos de musculación en casa, ni tampoco varias mansiones donde ubicarlos).

Y bien, como ya habrán intuido los lectores más agudos, este ejemplo refleja bastante bien lo que sucede entre musulmanes y católicos cuando se refieren a Dios. Aunque ambos usen la misma palabra (Alá no es más que la traducción de «Dios» en árabe), en realidad entienden como rasgos de lo divino cosas lo bastante diferentes… como para colegir que se refieren a divinidades diferentes.

Señalemos solo las principales: para un cristiano, Dios es Uno y Trino; para un musulmán, considerarlo como trinitario aboca rápido al politeísmo.

«El Dios de Jesús es amor y pide amor. Alá en cambio es poder y pide sumisión»

Jesucristo, para un cristiano, es la segunda persona de esa Trinidad, y además padeció y murió en la cruz, mostrando así el inmenso amor de Dios al mundo. Nada más lejos de lo que cree un musulmán a este respecto. Aunque también venere a Jesús (al que llama Isa), y lo repute un profeta, considera intolerable que a un elegido por Dios pudiesen derrotarlo. No digamos ya crucificarlo. Así que postula que, en el momento de ser apresado por los romanos, Jesús en realidad se cambió por otro incauto individuo, que fue a la postre el que, en su lugar, sí arrostró todos los sufrimientos de la pasión de Cristo. ¿Caben dos ideas de Jesús más distintas: uno aceptar el dolor de la cruz, el otro se escapa y lanza a otro pobre hombre a padecer, por confusión romana, semejantes torturas? ¿Es el Jesucristo de los cristianos alguien que pudiese cargar con semejante bromita a un congénere?

No termina ahí la distancia entre el Dios cristiano y el Alá islámico. Nos lo han recordado Alain Besançon y Jacques Ellul en un librito, El islamismo y el judeocristianismo, imprescindible para estos avatares.

El Dios de Jesús es amor y pide amor, además de liberar al hombre (con Moisés, de Egipto; con San Pablo, de la Ley y del pecado). Alá en cambio es poder y pide sumisión (tal es el significado, de hecho, del término islam).

Las figuras claves de la Biblia van recogiendo una revelación poco a poco, que evoluciona: Abraham no nos cuenta lo mismo que Moisés, ni estos dos lo mismo que Jesús. En el islam, en cambio, ocurre justo al revés: todos los profetas, desde Abraham, son ya musulmanes en el sentido pleno, aunque luego la Biblia haya adulterado el verdadero mensaje de los que antecedieron a Mahoma. (Este es buen motivo, por cierto, para abandonar también la etiqueta de «religiones del Libro» que englobe a ambas: son libros muy diferentes los venerados).

Tampoco es equiparable cómo se relaciona el Dios cristiano con la Naturaleza (a la que da leyes naturales, y por eso será en tierras cristianas donde al final triunfará la ciencia que se puso a descubrirlas) y cómo lo hace Alá con su Creación: este interviene en ella de continuo, a cada pequeño suceso, y a capricho. No hay pues ley alguna, sino solo hábitos, en el comportamiento de la Naturaleza: lo contrario se vería como una disminución del poder absoluto de Alá sobre ella. Joseph Needham y su libro La gran titulación resultan un aporte iluminador ahí.

En suma, si uno empieza a preguntar a su amigo Abdul, que pongamos que es musulmán, sobre Alá, encontrará tantas diferencias con el Dios cristiano como antes veíamos que existían entre la idea de Abdul sobre Quintana Paz y el Quintana Paz verdadero. Los nombres a veces nos confunden. Nunca olvidemos que dar un mismo nombre sirve de poco si los significados detrás del nombre distan una inmensidad.

Por eso conviene, una vez más, terminar con una loa a la verdad, por encima de la autenticidad o de nuestros deseos de resultar simpaticotes. Cierto es que a veces contar la simple verdad tiene menos retuits que el comunicado de la Diócesis de Almería con que iniciamos este artículo; pero aun así, al final de la tarde, como en cualquier otro examen decente, se nos examinará solo en tal verdad.

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