El test de Daniel Bell
«Me he dado cuenta de que en política soy un demócrata liberal; en economía, un socioliberal; y de que en cuestiones culturales alterno el anarquismo más radical y el conservadurismo más severo»
Quien lea el último libro de Enrique Krauze, Spinoza en el parque México, se dará cuenta de que la vida intelectual, lejos de ser un parsimonioso trasegar por bibliotecas y archivos, es una gran fiesta a la que concurren las mentes más vibrantes y sagaces con el venturoso fin de enriquecer la vida de quien las convoca. Así es el asunto: guiado por sus intereses y deseos, cada anfitrión hace y rehace a lo largo de su vida su propia lista de invitados, y con ellos se va dando un interminable banquete que no fulmina con modorra o empacho, sino que despierta y aviva. Deja en el lector ganas renovadas de interpretar la realidad, de señalar sus manchas y celebrar sus luminosidades; de seguir leyendo, de seguir aprendiendo, de seguir viviendo.
En la fiesta personal de Krauze me topé con un viejo conocido mío, el sociólogo estadounidense Daniel Bell, un tanto olvidado hoy en día y sin embargo muy necesario para desbloquear ese sistema de trincheras en el que se ha convertido la vida política contemporánea. Bell entendió algo evidente, pero que hoy parece olvidado. Los seres humanos somos bastante más complejos y contradictorios que los sistemas ideológicos que nos uniforman o encorsetan. Por eso, cuando le preguntaban cómo se definía ideológicamente, se desdoblaba. No se reducía a una sola cosa. En economía, afirmaba, era socialista; en cultura, conservador; y en política, antitotalitario; un temeroso no de Dios sino del ultra y del fanático.
Haciendo ese mismo ejercicio de Bell, me he dado cuenta de que en política soy un demócrata liberal; en economía, un socioliberal; y de que en cuestiones culturales alterno el anarquismo más radical y el conservadurismo más severo. Defiendo las democracias liberales y sólo esas, no las populares ni las populistas, porque la mezcla de democracia y liberalismo permite que elementos volubles y cambiantes como las preferencias vitales, las escalas de valores y las opiniones políticas se expresen y manifiesten en libertad. Un sistema institucional y legal permite el debate, la puja y el conflicto, pero evita el despotismo de las mayorías o el caudillismo que destroza desde dentro las instituciones.
«En economía creo que la riqueza que produce una sociedad debe revertir en su beneficio mediante impuestos progresivos, y de ahí mi coincidencia con la socialdemocracia»
En economía creo que la riqueza que produce una sociedad debe revertir en su beneficio mediante impuestos progresivos, y de ahí mi coincidencia con la socialdemocracia. Pero también entiendo que quienes producen la riqueza no son los políticos, los funcionarios o las burocracias, ni siquiera la madre tierra, sino los individuos que toman riesgos. De ahí mi preferencia por entornos menos regulados y hostiles, liberados de ese cristianismo primitivo y punitivo que censura a quien anhela prosperar.
En cuanto a la cultura, el asunto es más complejo. Defiendo toda ruptura, toda experimentación, toda aventura delirante y desquiciada, toda crítica, burla, desplante o irrespeto de la tradición, pero no me conformo sólo con eso. El simple acto transgresor o desmitificador no me dice nada; tiene que estar acompañado de un resultado a la altura del desafío que lo ha motivado. De ahí que también tenga una veta conservadora. A la hora de juzgar la transgresión no puedo olvidarme de lo que he visto y leído; no puedo dejar de ver lo nuevo con Homero en la cabeza, con Thomas Mann, El Bosco, Caravaggio, Rubens, Shakespeare; con Picasso y los textiles mochicas; con Borges y Huidobro. El peso de la tradición aparece para juzgar el experimento rompedor: ¿da la talla?, ¿ha sido parido con ambición?, ¿ofrece un nuevo referente visual o intelectual? Me seduce lo nuevo y lo aplaudo con el fervor de un joven dadaísta -valga la redundancia-, pero lo juzgo con el rigor de un viejo con pajarita, que bebe whisky rodeado de volúmenes empastados en cuero.
Este ejercicio, que revela los propios matices y las propias contradicciones, demuestra que la identidad es bastante más rica y compleja de lo que uno cree. El test de Bell prueba que se pueden tener cosas en común con mucha más gente, la mejor forma de salir de los guetos identitarios que hoy fuerzan a quien cae en ellos a pensar en todo, al mismo tiempo, en todas partes y para siempre con la misma simpleza y uniformidad.