Yolanda Díaz a escena
«Ha logrado crear una confederación de izquierdas en torno a ella sin partido ni estructura, teniendo como principal virtud no ser Pablo Iglesias»
Con Yolanda Díaz me ocurre como con La Oreja de Van Gogh: no me molesta la ideología, sino el timbre de voz. Hay algo en esa prosodia nasal y afectada que me obnubila el juicio. Entiendo que es extraño, pero no puedo escuchar a Yolanda Díaz sin pensar en Amaia Montero. Es una maldición que espero superar porque la dialéctica histórica avanza hacia Yolanda.
El éxito del tono monocorde y melifluo de Díaz tiene una lectura política: el espacioalaizquierdadelPSOE ha superado la etapa de la agresividad y ha sustituido a su matón por una mujer cuya banalidad tiene la ventaja de no destilar odio. ¿He dicho banalidad? Bueno, quizá no es sólo el timbre lo que me irrita. De nuevo, como las de La Oreja de Van Gogh, las letras de Díaz me dejan frío. Casi nunca encuentro sustancia bajo el almíbar; cuando Díaz habla de «poner la vida de la gente en el centro» o se refiere a su plataforma como «un lugar de encuentro dirigido hacia el futuro y la esperanza», no sé qué hay detrás.
Por otra parte, desconfío de quienes presumen de humildes, y más si se dedican a la política. La ambición de Yolanda Díaz se me reveló cuando dijo aquello de «Todo el mundo sabe que no quería ser ministra ni vicepresidenta, y al final lo fui. Yo no elegí estar aquí». Tal vez no había descubierto la aversión a las tutelas que manifestó en la presentación de Sumar, pero me inclino porque estaba cultivando esa imagen de servidora pública sin grandes ambiciones que la ha llevado a la cumbre. Anteayer, ya lo saben, dijo: «Quiero ser la primera presidenta de España».
«Lo más desconcertante es su afán de presentarse como una ‘outsider’ siendo quién es»
En la presentación fue crítica con los partidos tradicionales, que Díaz conoce bien pues es afiliada desde los 16 años. Ayer, en una entrevista en El País, Díaz afirmó que «la política ha fallado a los ciudadanos y las ciudadanas», una sentencia cierta que sorprende escuchar en boca de quien trabaja en política desde hace tantos años y hoy es ministra y vicepresidenta segunda del Gobierno. Lo más desconcertante de Yolanda Díaz es su afán de presentarse como una outsider siendo quien es. Entiendo que no sería fácil venderse como un agente de renovación recordando que en 2007 era primera teniente de alcalde de Ferrol, pero toda reivindicación de transparencia debe comenzar por uno mismo. Además, tanto la subida del salario mínimo como la reforma laboral son logros encomiables que debemos a la política tradicional. Estos hitos, junto a su intención declarada de seguir combatiendo la desigualdad, deberían ser las bases de su programa; los ciudadanos no queremos gente de fuera, sino gente eficiente. Y no necesitamos abrazos, sino soluciones.
Con todo, el mérito de Yolanda Díaz es formidable: ha logrado crear una confederación de izquierdas en torno a ella sin partido ni estructura. Más País, Equo, Compromís, Los Comunes o Izquierda Unida tienen órganos y militantes, y sin embargo, parecen dispuestos a ponerse bajo el mando de una ministra del Gobierno cuya principal virtud es no ser Pablo Iglesias.
No hacía ninguna falta que te metieras con la Oreja de Van Gogh, que en buena hora ciñeron guitarra.
Más o menos, Mejía, más o menos. Ese «mérito formidable» es muy sospechoso. Está fundamentado en el mayúsculo e innegable poder político y económico de una vicepresidenta del gobierno de España que sirve a un propósito del presidente del gobierno de España. O sea, cuenta con grandes recursos. Nada que ver, por ejemplo, con lo que le pasó a Macarena Olona, que se quedó sola, compuesta y sin novio financiero. Yolanda Díaz, por lo demás, es pura alharaca, hojarasca vacía de contenido. Es posible, claro, que obtenga los votos de la extrema izquierda, pero, en mi opinión, con la expiración de Podemos, queda enterrada esa siniestra durante largo tiempo en este país. Ni siquiera va a contar con los sufragios de los cinturones urbanos tradicionalmente rojos porque, precisamente, han sido los más castigados por el desempleo, la inflación, los impuestos y en general la ruina económica que el «gobierno más progresista de la historia» ha perpetrado sobre la entera sociedad española.
Y la reforma laboral también es muy Chuli, ahora a un parado le llamamos fijo discontinuo y hasta el año que viene.
Nos quitamos de un plumazo un millón de parados, los pasamos a un millón de empleos fijos y pagamos un millón de paro más.
Joder, aquí el que no cuadra las cuentas es porque no quiere.
Y mi amigo dice que es “otro mérito que hay que reconocerle”.
A veces pienso si se puede empeorar lo de Sanchez, y si, si se puede, parece un eslogan de Podemos, que Yoli sea presidentaaaaaaa!!!!
Mal, un fijo discontinuo no es un parado encubierto. Si uno pierde el trabajo al cabo de tres meses pero el empleador necesita a alguien seis meses después, pues lo tiene que contratar a uno. Antes (a lo mejor me equivoco) podría buscar a cualquier otro. Es una alegría para el empleado, por ejemplo si es vago o ineficiente, ya no tendrá tanto miedo de quedarse sin trabajo y podrá seguir viviendo su naturaleza. El paro «estructural» en España viene de ahí, de una herencia franquista, de la dificultad de despedir que se traduce en dificultad de contratar. Lo del salario mínimo es igual, el hecho de que este columnista aplauda eso, al igual que las subidas del salario mínimo, delata esa hegemonía ideológica que hace que el PSOE sea el partido que más se parece a España, estos terribles críticos son de la grey de Ovejero, un antinacionalista modelo socialdemócrata de los noventa que es idolatrado de forma unánime.