La resurrección genética de Aless Lequio
«La vida nunca ha estado bien vista: siempre hubo que hacer guarrerías para que surgiese, para espanto de los curas, de los que hoy hay más fuera de la Iglesia»
Me jacté de haber atravesado la semana pasada sin escribir de Ana Obregón como el yogui atraviesa el fuego sin quemarse. Pero en mitad de la semana siguiente, es decir, de esta en la que estamos, me dispongo a quemarme a lo bonzo ante la concurrencia. ¡Así funciono!
El asunto ha empezado a interesarme cuando me he dado cuenta (yo que soy fan de las películas de Almodóvar) de que es la película de Almodóvar perfecta. En realidad, superior; puesto que se trata de la vida misma. Hay una protagonista apasionada, con emociones fuertes, que se antepone al mundo y sus convenciones, tira para adelante en su fidelidad a sí misma, algo estrafalaria, y concluye en una situación extrema y artificiosa que, sin embargo, lleva con naturalidad: una naturalidad colorida y pop. Además, conserva el candor en el corazón del escándalo.
Sin entrar en el debate de la gestación subrogada (¡pesadísimo debate con argumentos prefabricados entre nuestras sectas teológicas, lo de siempre!), yo pongo el foco en los caminos de la vida: en la astucia del gen egoísta de Dawkins por abrirse paso, sirviéndose esta vez de la película de Almodóvar que protagoniza Ana Obregón, entre la reprobación del público. El gen congelado del hijo muerto que la madre resucita para que engendre un hijo del hijo, que será su nieto. La abuela ejecutando ese empalme de ultratumba que reactiva la cadena genética. Aunque legalmente deberá figurar como madre: el gen también sortea la burocracia.
Richard Dawkins se arrepintió más tarde de haber llamado egoísta al gen, como tal vez Ana Obregón se arrepienta de la primera razón que dio, demasiado inmediata, demasiado sincera: «Nunca volveré a estar sola». En realidad, pensó Dawkins, debería haberle puesto al libro El gen inmortal. Pues de eso de trata: de la inmortalidad. No de la trascendente sino de la inmanente, de la terrena: la que se desarrolla en el entrelazamiento de las generaciones que se pasan el testigo. A la larga esta vida morirá también, pero ese impulso es la única manera de proyectarse sin teología.
«Hay una profunda belleza ontológica bajo este melodrama almodovariano»
A los que mueren sin descendencia se les llama «muertos genéticos». Aless Lequio parecía condenado a ser uno. Pero su madre lo ha impedido: ha resucitado sus genes. Que son también los de ella. Hay una profunda belleza ontológica bajo este melodrama almodovariano. Del que también forma parte la madre gestante, subrogada, en situación de penumbra y tal vez de una triste servicialidad, pero imprescindible en la fabricación de la vida.
Las dos últimas portadas del ¡Hola!, bizarras, luminosas, completan la de hace tres años, la del luto irreparable. Entonces se volvió a lamentar que no hubiese una palabra equivalente a huérfano cuando se pierde a un hijo. Pero la palabra (creo que se lo oí a alguien) debería ser la misma, huérfano: huérfano de hijo. (Me recuerda a la tristísima figura legal que hubo en el Brasil de Getúlio Vargas para los hijos de los militares encarcelados por conspirar en favor de la democracia: «Huérfanos de padre vivo».)
Lo que ha pasado con la niña nacida del esperma de Aless Lequio y un vientre alquilado, Ana Sandra Lequio Obregón, dicen, es obsceno, horrible, un «deleznable giro definitivo del neoliberalismo». La vida nunca ha estado bien vista: siempre hubo que hacer guarrerías para que surgiese, para espanto de los curas, de los que hoy hay más fuera de la Iglesia, en las iglesias ideológicas.
No está mal para una Semana Santa, en que Cristo resucitará por sus habituales medios ultraterrenales, mientras que el gen de Aless Lequio lo ha hecho por los únicos que puede, los terrenales.