THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Lunes de Pascua

«Una disputa teológica salvó a los pueblos amerindios de la Monarquía Hispánica y configura el crisol humano que hoy es la mestiza y sincrética Latinoamérica»

Opinión
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Lunes de Pascua

Imágenes de una procesión de Semana Santa en España | Europa Press

La Semana Santa para los ateos era una feliz vacación no merecida. En los recuerdos de mi infancia mexicana se mezclan el tráfico atroz de la temeraria carretera a Cuernavaca con la belleza de la luz oblicua sobre la montaña sagrada del Tepozteco. Incluso ir al desvencijado cine de pueblo a ver El mártir del Calvario, con su obscenos decorados de cartón piedra (regocijo de unos marisabidillos niños hijos de la era de Acuario), era motivo de alegría y juego, nunca de introspección o trascendencia. Cristo era un actor en túnica cuyos milagros se representaban con la súbita fusión en blanco de la pantalla y una grave y estentórea voz en off. Cómo nos reíamos. Éramos indiferentes a la fe mayoritaria del país. Un gobierno y un Estado ferozmente laico, con un pueblo profundamente religioso, de iglesias llenas, siempre engalanadas con flores barrocas y ofrendas sincréticas, mientras mujeres, pero también muchos hombres de rodillas, pulcrísimos en su modestia infinita, lloran de emoción ante la Virgen de Guadalupe.

Ya que las fuentes históricas de Jesucristo son escasas –una mención de Flavio Josefo, otra de Orígenes– pero que nadie duda de su existencia, la labor de los historiadores es delicadísima: deben remover las sucesivas capas de teología que se superponen para encontrar al Jesús humano que se enmascara detrás del religioso. El retrato que emerge no deja de ser fascinante, aunque diste mucho de la genial invención de Saulo de Tarso, el primero en reinterpretar el martirio y sacrificio de Cristo como la necesaria vía dolorosa de una nueva religión, no sólo abierta a los gentiles sino con el modesto propósito de salvar a toda la humanidad. («Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe», dice en la primera carta a los corintios).

Así, a aquel Jesús lo explican dentro del marco conflictivo de Judea, la inestable provincia romana de Palestina antes de la destrucción del templo por Tito Flavio Vespasiano. Dos tendencias políticas se sobreponían: la pactista y la rebelde. La primera, de los dispuestos a transigir con la ocupación romana a cambio de autonomía religiosa (y fiscal), y la segunda, dividida en grupos más o menos violentos. Esto, dentro de la tradicional división del pueblo judío entre la casta sacerdotal, formada en el exilio en Babilonia, donde la rigidez en el credo y las costumbres era conducta obligatoria para no quedar diluidos en el vasto mundo babilónico, y el pueblo raso que permaneció en Palestina y que era mucho más flexible en su credo y permeable a las influencias politeístas del entorno mediterráneo.

«Deben remover las sucesivas capas de teología que se superponen para encontrar al Jesús humano que se enmascara detrás del religioso»

¿Era Cristo un reformador religioso dentro del judaísmo en la estela de Juan el Bautista? La parábola del Buen Samaritano así lo establecería. Es más importante hacer el bien que cumplir el Sabbat. ¿Era Cristo un líder político radical contra la ocupación? La crucifixión, limitada por ley a los rebeldes contra el imperio, parecería indicarlo, así como algunos pasajes evangélicos («¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra», Lucas, 12: 51-53). ¿Era un profeta apocalíptico, convencido de la inminencia del fin de los tiempos y de la necesidad de dejarlo todo para alcanzar palco en el inminente juicio final?  Desde luego no son mutuamente excluyentes estas tres posibilidades.

Incapacitado para la creencia religiosa, yo me quedo con el Cristo del Sermón de la Montaña, que establece el fin de la ley del Talión. O dicho en otras palabras, que la venganza mimética no es la mejor solución moral. «Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente: yo, empero, os digo, que no hagáis resistencia al agravio; antes si alguno te hiriere en la mejilla derecha, vuelve también la otra; y al que quiere armarte pleito para quitarte la túnica, alárgale también la capa; y a quien te forzare a ir cargado mil pasos, ve con él otros dos mil. Al que te pide, dale y no le tuerzas el rostro al que pretenda de ti algún préstamo» (Mateo, 5:38-42).

De ese tronco ético nace lo mejor del humanismo cristiano, como Erasmo de Róterdam y Juan Luis Vives. O la aportación (española), tan poco estudiada y publicitada, del padre Francisco de Vitoria, su discípulo Francisco Suárez y la escuela de pensamiento de la Universidad de Salamanca, que postuló, contra el ciego impulso conquistador de Ginés de Sepúlveda, hijo idiota de la guerra de exterminio que fue la Reconquista, que los naturales de las Indias tenían alma y, por lo tanto, debían ser tratados como cristianos en potencia, previa y forzada evangelización. Una disputa teológica salvó a los pueblos amerindios de la Monarquía Hispánica y configura el crisol humano que hoy es la mestiza y sincrética Latinoamérica, antes hija del celo misionero de los franciscanos que de la espada justiciera de los conquistadores. 

La risa de aquel niño mexicano que fui se ha mudado en espanto: incapacitado para la fe, no creo tampoco en la búsqueda de la trascendencia en este bajo mundo sublunar, pero tampoco en el sinsentido de la vida. Un laberinto indescifrable del que lo único que conocemos es la salida. Los trinos del ruiseñor compiten con el canto del verderón por hacerse notar desde el jardín, que cultivo con mimo, como si me fuera la vida en ello. 

Es lunes de Pascua.

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