No juzguéis y no seréis juzgados
«Es peligroso que el pánico moral domine los debates. Por más que adopte ropajes intelectuales, lo que le mueve es el miedo y éste es propenso a la irracionalidad»
Como era de prever, finalmente la fiscalía archivó la causa de los cánticos de los estudiantes del colegio mayor Elías Ahuja, al no considerar que los gritos fueran un delito de odio o sancionables a pesar de ser «irrespetuosas e insultantes para las mujeres». Y digo como era de prever porque todos o al menos la mayoría sabíamos que llevar aquello a los tribunales era un disparate. Todavía no hemos llegado al extremo de encarcelar a los adolescentes por comportarse como tales, aunque parece que camino de ello vamos.
Que aún prevalezca el sentido común, en la sociedad y en las instituciones, es una excelente noticia. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar el linchamiento al que se sometió a estos jóvenes durante días. Una práctica que desgraciadamente ha devenido en costumbre cuando alguien actúa o se comporta de alguna manera que colisiona con una corrección política cada vez más ubicua.
Lo advertí en este mismo medio. Nos estamos acostumbrando a funcionar a golpe de pánico moral. Y eso es bastante peligroso. Porque cuando la máquina del pánico moral se pone en marcha, ningún derecho se le resiste.
Una de las actitudes que es el alma del pánico moral es la mojigatería. Pero no es una mojigatería cualquiera, provinciana, sino prepotente, tan cargada de razones y sentimiento que quien la proyecta se coloca a sí mismo en una posición moral e intelectualmente indiscutible.
Esta mojigatería, como digo, es el alma del pánico moral. Y, aunque pueda parecerlo, no es exclusiva de una tendencia ideológica: está presente en todas partes. Por eso la máquina del pánico moral está tan activa. Y tan mojigato puede ser, por ejemplo, quien ve en la decisión de un particular de recurrir a la gestación subrogada para tener un hijo como una afrenta moral, que quien lo contempla como un bien moral indiscutible.
«¿Por qué salvar la vida puede estar pagado y crearla ha de ser altruista?»
Aunque reconozco que no estoy suficientemente preparado para decantarme de manera solvente en este asunto, me llama la atención que el principal escollo para quienes se posicionan en contra de la gestación subrogada sea el dinero, porque, si fuera completamente altruista, podría, en su opinión, tolerarse. Así que el problema parece ser la cuestión económica. Ya sabe, querido lector, el maldito mercado, que todo lo compra y lo vende, también los cuerpos y las almas.
Proporcionar una vida mediando una contrapartida económica es, por tanto, lo inmoral. Pero que a un médico se le pague por salvarla es, sin embargo, perfectamente asumible. El médico verdadero, el moralmente aceptable no necesita ser altruista ni curar gratia et amore. Es más, como en la sanidad pública los médicos están bastante mal remunerados, es perfectamente legítimo que traten de prosperar económicamente desdoblándose en la sanidad privada. ¿Por qué salvar la vida puede estar pagado y crearla ha de ser altruista? ¿El dinero y el bien son incompatibles en unos casos pero no en otros?
En cuanto a los defensores de la gestión subrogada como un bien irrenunciable, les pediría cierta mesura, porque tampoco parece demasiado razonable normalizarla, en el sentido de equipararla con la maternidad natural, como si ambas fueran exactamente igual de deseables. La maternidad subrogada es una excepción, mientras que la natural es la normal; es decir, se ajusta a cierta regla que se manifiesta abrumadoramente mayoritaria. Y no solo por lo que, a buen seguro, algunos catalogarán como constructo social, sino porque es la norma en la naturaleza. Y sospecho que banalizar y desvirtuar lo que es normal en la naturaleza, y por ende en el ser humano, tarde o temprano tiene consecuencias.
Seguramente con estos argumentos habré incurrido en diferentes errores, aunque sin mala fe. Y las réplicas y críticas también seguramente estarán estupendamente fundadas. Pero lo que pretendo no es dar o quitar razones, sino prevenir a unos y otros sobre lo tajante, porque lo tajante suele ser incompatible con la convivencia y también con la prudencia que debe atemperar nuestras sentencias cuando juzgamos a nuestros iguales.
Pero el motivo principal de este post no es insistir en una polémica más que debatida, sino partir de ella para advertir del peligro que supone que el pánico moral domine los debates. Por más que este pánico adopte ropajes intelectuales, lo que le mueve es el miedo. Y el miedo es propenso a la irracionalidad porque la psicología humana, a su vez, tiende a anticipar el peor escenario posible ante cualquier amenaza real o imaginaria.
El miedo, en efecto, nos hace propensos a la irracionalidad, pero, sobre todo, nos infantiliza. Como sucede con los niños, nos convence de que hay un monstruo debajo de la cama. Y precisamente este infantilismo marca a fuego nuestra época, en la izquierda, en la derecha y en el liberalismo.
«Es el miedo lo que nubla el razonamiento y lo infantiliza»
Así se explicaría que la derecha aplauda iniciativas como prohibir el uso de anglicismos para sacudirse de encima el liderazgo anglosajón. Una ocurrencia que se da la mano con el infantilismo de la izquierda, que cree que la realidad cambia si se cambian las palabras, y que, por ejemplo, el pobre será menos pobre si se le llama «desfavorecido» porque es un término menos estigmatizante. O que al racismo se le vence prohibiendo pronunciar o escribir la palabra «negro». Un imposible. Del mismo modo, por más que se prohíba el uso de palabras en lengua inglesa, el liderazgo anglosajón no se extinguirá. Solo lo hará cuando otro liderazgo, por méritos propios y no por prohibiciones, lo sustituya.
En cuanto al liberalismo, su miedo se desata ante cualquier sospecha de imposición, aunque en realidad no se trate de una imposición sino de una costumbre, tradición o convención nacida de la interacción de infinidad de individuos a lo largo de muchas generaciones. En estos tiempos, además, en que los autócratas desafían a las democracias enfermas de corrección política, algunos liberales llegan a supeditar los principios democráticos a la lucha contra estos autócratas. Así, para algunos, que en Finlandia los electores hayan decidido no renovar como primer ministro a Sanna Marin, que ha promovido el ingreso de su país en la OTAN, ha favoreciendo a Vladimir Putin. Y en su opinión, para evitarlo, los finlandeses deberían haber votado coaccionados por el miedo al autócrata ruso, no pensando en escoger a su candidato predilecto. Aquí también es el miedo lo que nubla el razonamiento y lo infantiliza. Pues es evidente que, si los demócratas consentimos que un autócrata condicione nuestras elecciones y preferencias, entonces habrá ganado.
No pretendo restar importancia a los debates que, de repente, emergen con inusitada virulencia, como en su día sucedió con el ya olvidado de la eutanasia y ahora sucede con el de la gestación subrogada, que, sospecho, tampoco estará vigente demasiado. Pero me gustaría que al menos una parte de estas energías y entusiasmos se dedicaran a atender otras indecencias más pedestres pero bastante más abundantes como, por ejemplo, los 13,1 millones de personas que están en riesgo de pobreza en España, muchas de las cuales son padres y madres que a duras penas pueden sacar adelante a sus hijos, sean subrogados o paridos en estricta propiedad.
Por supuesto, una cosa no excluye a la otra. Sin embargo, me llama la atención lo predispuestos que estamos en estos tiempos para abanderar los principios morales más elevados y, a la vez, la facilidad con que hemos asumido la desgracia multitudinaria como parte del paisaje. Lo que intento decir, en definitiva, es que salvar a la humanidad y al propio mundo resulta fascinante, pero que tal vez deberíamos empezar por atender asuntos más humildes y sin duda apremiantes.