THE OBJECTIVE
Segismundo Álvarez

La fiesta de la libertad: de la eutanasia a la gestación subrogada

«Sin las limitaciones de la religión, la tradición y la naturaleza, ha llegado el Superhombre que puede decidir todo: su sexo, su muerte y la vida de los otros»

Opinión
4 comentarios
La fiesta de la libertad: de la eutanasia a la gestación subrogada

Mujer embarazada.

Decía don Quijote a Sancho que «la libertad es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; (…) Por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida». Mientras que con el tiempo la honra ha perdido brillo, el de la libertad no ha dejado de crecer. Las revoluciones liberales la pusieron en el centro de las aspiraciones políticas. La filosofía ilustrada, además, cambió el concepto. Cervantes oponía la libertad al cautiverio -del que tanto sabía-, pero Stuart Mill dijo que «la única libertad que merece ese nombre es el derecho a perseguir nuestro bien a nuestro modo, siempre que no privemos a los demás del suyo». Por tanto, el individualismo liberal transformó la libertad en autonomía, es decir en que cada persona pueda determinar su propio destino. Así lo refleja nuestra Constitución, que reconoce la libertad como primer valor superior del ordenamiento jurídico (art.1) y coloca el libre desarrollo de la personalidad como «fundamento del orden político y la paz social», junto con la dignidad y los derechos fundamentales (art.10).

La sentencia del Tribunal Constitucional de 22/3/2023 sobre la Ley de Eutanasia refuerza la autonomía. Dice entre otras cosas que el derecho a la vida no está desconectado de la voluntad y «que el derecho a la integridad física y moral en conexión con la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad protegen un ámbito de autodeterminación que ampara la decisión individual, libre y consciente, de darse muerte por propia mano (en un contexto eutanásico)». El que utilice el término autodeterminación es significativo. Recordemos que determinar se define como decidir, pero también como establecer o fijar algo, lo que refuerza la idea de configurar nuestro destino. El ejemplo más claro de determinar la realidad por la propia voluntad es la posibilidad de cambiar de sexo, con una simple solicitud y a partir de los 16 años, reconocida en la Ley 4/2023, conocida como ley trans

Sin embargo, en medio de esta fiesta de libertad y autonomía, aparece la noticia de la una gestación subrogada de una famosa y descubrimos que la voluntad no basta para hacer lícita y ética cualquier acción. ¿Por qué? La razón es que la autonomía puede chocar con otros derechos y principios, y que el mismo concepto de voluntad puede plantear dudas en la práctica.

«El primer problema de la autodeterminación de una persona es que puede chocar con la de los demás»

El primer problema de la autodeterminación de una persona es que puede chocar con la de los demás, como ya advertía Stuart Mill. Esto se admite por todos, pero lo que a menudo no se tiene en cuenta es que, en sociedades complejas, los efectos de estos nuevos ámbitos de autonomía son amplios y variados. Por ejemplo, al poco de entrar en vigor la ley trans, se está planteando si es justo aplicar a una mujer trans los baremos femeninos de las pruebas físicas de una oposición, y cuáles son los riesgos que puede suponer para las presas -o jugadoras de rugby-.

En el caso de la gestación subrogada el problema es otro, pues parece que la gestante aceptó libremente. ¿Por qué limitar este ejercicio de libertad? La única explicación es que la Constitución parte de un concepto objetivo de dignidad, no modificable por cada individuo, que el Estado debe proteger incluso en contra de la voluntad de su titular. Lo que puede justificar prohibir la gestación subrogada -o la venta de órganos- es que una persona no puede, aunque quiera, atentar contra su propia dignidad e integridad física. Por la misma razón, se discute si -y como- regular la prostitución. 

Esto pone en cuestión el razonamiento de la sentencia citada. El Tribunal, para dar primacía a la autonomía sobre la vida, afirma que el conflicto se produce «en la misma persona», y que no cabe hablar de «un paradójico deber de vivir». Pero ya hemos visto que el Estado puede proteger derechos incluso frente a su titular. El argumento de que el derecho a la vida cede por las situaciones de enfermedad o padecimiento grave también es problemático porque parece implicar que una vida con limitaciones no tiene la misma dignidad que la de la persona sana y capaz.

Existen, además, otros intereses en juego, como reconoció el Tribunal Supremo de EE UU. En el caso Washington v. Glucksberg(1997) consideró que los Estados podían no reconocer el derecho a morir para proteger así otros objetivos lícitos como: prohibir la muerte intencional; evitar el suicidio; proteger la integridad y la ética de la profesión médica; y proteger a las personas vulnerables de presiones psicológicas. También el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Pretty c. Reino Unido concluyó que «el derecho a la vida no incluye, como contenido negativo del mismo, el derecho a la propia muerte». Lo anterior no quiere decir que la Ley de Eutanasia sea inconstitucional, sino que la Constitución puede amparar modelos distintos del de esta Ley para abordar las situaciones del final de la vida, dada la complejidad de los intereses en juego. También que, aunque no quede también como reconocer un nuevo derecho (en este caso a morir), quizás sea más respetuoso con la dignidad entender la eutanasia como un estado de necesidad. 

«El Estado debe proteger la dignidad incluso contra la voluntad de su titular»

La compleja relación entre autonomía y dignidad se ha planteado también en relación con la discapacidad. La nueva Ley 8/2021 supone un gran progreso, pues reconoce el ejercicio de la capacidad a todas las personas, sin perjuicio de la necesidad de apoyos en algunos casos. Pero no evita las situaciones de conflicto. El Tribunal Supremo tuvo que enfrentarse en la sentencia de 15/9/2021 a un caso de una persona que, por sufrir el síndrome de Diógenes, vivía en unas pésimas condiciones de higiene y salubridad, pero rechazaba cualquier ayuda. Finalmente impuso una limitada asistencia porque sin ella se producía una «degradación que le impide el ejercicio de sus derechos y las necesarias relaciones con las personas de su entorno». Aunque fue muy criticada, creo que el tribunal acertó, pues en casos extremos como este el Estado la debe proteger la dignidad incluso contra la voluntad de su titular.  

La misma complejidad afecta, entre otras cuestiones, al aborto, la prostitución, la manipulación genética y la gestación subrogada, que requieren un difícil equilibrio de los intereses en juego.

El caso de la discapacidad nos pone sobre la pista del tercer problema de la primacía de la autonomía, que es el de la autenticidad de la voluntad. Para que un consentimiento sea válido es necesario que sea informado y libre de influencias. Y esto plantea problemas. Por ejemplo, es frecuente que en los trastornos psiquiátricos el paciente sufra de anosognosia, es decir que no sea consciente de su enfermedad. Esto supone que a la persona le falta un dato fundamental para decidir, y por tanto no presta consentimiento debidamente informado.

También el consentimiento es un problema en la autodeterminación de sexo de los jóvenes con disforia de género. El protocolo de tratamiento de los jóvenes trans en Finlandia destaca que apoyar el cambio de sexo puede interferir con el proceso natural de desarrollo de la identidad en los jóvenes, ya que el desarrollo mental continúa hasta los 25 años. Esta inmadurez hace que sea difícil que comprendan los efectos a largo plazo de la dependencia de por vida de tratamientos hormonales y de las limitaciones reales del cambio de sexo físico. En Reino Unido, un reciente informe oficial señala que una gran proporción de los jóvenes que llegan a las clínicas de género tenían trastornos del espectro autista y otras condiciones psicológicas, de manera que difícilmente podían prestar un consentimiento informado al cambio de sexo.

«Los derechos implican siempre responsabilidad y sin ella es imposible que funcione la sociedad»

En cuarto lugar, la exacerbación de la autonomía también plantea un problema de organización de la sociedad. Cuando el Tribunal Constitucional rechaza la existencia de «un paradójico deber de vivir» refleja el problema de la civilización occidental que denuncia Víctor Lapuente (en su Decálogo del buen ciudadano): un individualismo extremo que lleva a la reclamación de derechos sin asumir responsabilidad alguna. Parece lógico (y no paradójico) que, si tengo derecho a que los demás respeten mi vida y mi integridad física y moral, y a que el Estado las defienda, yo también tenga un deber de conservar mi vida y mi integridad -por ejemplo, poniéndome el cinturón de seguridad-. Aunque se pueda defender que esa obligación es inexigible en casos extremos de sufrimiento extremo que prevé la Ley. Los derechos implican siempre responsabilidad y sin ella es imposible que funcione la sociedad. En la misma línea, el constitucionalista Vermeule critica la consideración de los derechos como trumps o patentes de corso, pues son facultades ordenadas al bien común, y por tanto tienen límites y deberes.

Para concluir, hay que advertir que la autodeterminación ilimitada parece tener  riesgos no solo para la sociedad, sino para el propio individuo. Comentando la película La teoría sueca del amor, Ignacio Gomá señala, que el individualismo y la asunción por el Estado del cuidado de las personas tiene un precio; la soledad, que los psicólogos relacionan con el crecimiento de la depresión y la ansiedad en las sociedades occidentales. Liah Grenfeld, en su libro Mind, modernity, madness sostiene que es precisamente la necesidad de elegir todo en una sociedad sin normas lo que perjudica la salud mental. Desaparecidas las limitaciones de la religión, negadas también las de la tradición y más recientemente las de la naturaleza, ha llegado el Superhombre nietzscheano, que puede decidir todo: su sexo, la vida de los otros, la muerte propia. El problema es que la libertad nos obliga a decidir en todos los ámbitos y sin referencias por lo que -como dice el propio Lapuente- el sueño se convierte en pesadilla. 

Segismundo Álvarez es presidente de la fundación Hay derecho.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D