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Ricardo Cayuela Gally

Miedo al poder femenino

«Tener, o no, hijos y con quien es el tema más importante. Cada decisión es respetable, pero el suicidio de una sociedad sin niños es una tragedia colectiva»

Opinión
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Miedo al poder femenino

Ana Obregón, semanas antes de ser madre por gestación subrogada | Europa Press

Pese a que el altruismo existe en la especie humana (la adopción es el ejemplo más complejo), el verdadero motor de la paternidad/maternidad es el deseo de tener descendencia genética. El patriarcado en términos antropológicos (no el chivo expiatorio que se saca en procesión) está basado en la colaboración masculina en la crianza a cambio de la certeza en la filiación. El gen es egoísta: para el padre es indispensable saber que el hijo es suyo. Para el hijo, a su vez, si es abandonado, será crucial descubrir a su padre biológico. Padres e hijos (y lo que sucede en medio) es el tema central de la literatura y del arte. También de las monarquías y la nobleza. Es el misterio del cristianismo y el problema irresoluble del sacerdocio en la Iglesia católica. Es la lógica de la mafia. Simon Sebag Montefiore acaba de lograr el prodigio de contar la historia de la humanidad a través de un grupo pasmosamente pequeño de sagas familiares. La paternidad/maternidad no tiene ningún límite legal (a diferencia de la adopción, cuyos requisitos son fuerte y lógicamente restrictivos), pero entraña obligaciones en cadena, desde el minuto cero. En la ley, por dieciocho años; en la práctica, de por vida. Y aún después: la herencia a los hijos es obligatoria, salvo excepciones fuertemente reguladas. 

A diferencia de la madre, la procreación no implica ningún esfuerzo para el padre, salvo el sonrojo ante la metáfora de la semilla. El afán de sobreprotección (paternalismo) y la violencia (machismo) son las dos caras de la misma moneda: el pasmo primitivo del varón ante la superioridad biológica de la mujer, dadora de vida. La supervivencia de la especie obligaba en el pasado a que las mujeres tuvieran cuantos hijos fueran capaces para garantizar que alguna lograría repetir el ciclo, no alguno. Por eso no hay una palabra para referirse a los padres que sufren la pérdida de los hijos, porque esa experiencia era la norma. Por eso la guerra es una actividad masculina: su muerte no entraña riesgo para la especie.

Con el desarrollo de la medicina, sobre todo de antibióticos y vacunas, la vida de los infantes quedó garantizada y la necesidad de los embarazos sucesivos inutilizada. La pastilla anticonceptiva cerró el círculo: la mujer separó el sexo de la procreación, algo que los hombres gozaban desde las cavernas, salvo en el ámbito moral del patriarcado. Un cambio civilizatorio brutal, del que aún no somos conscientes. Una verdadera liberación, claro. La paradoja del mundo desarrollado es que esta libertad viene aparejada de una población en retroceso, algo que en el pasado sólo había sucedido en épocas de guerra o calamidad. Quizá vivimos una calamidad social sin saberlo. Quizá estamos en guerra con nosotros mismos. Tener hijos o no tenerlos y con quien tenerlos es el tema más importante en la vida, pero no es un derecho ni una obligación. Cada decisión individual es respetable, pero el suicidio de una sociedad sin niños es una tragedia colectiva.

«Sólo en una sociedad sin hijos se pueden negar las pasmosas y obvias diferencias biológicas entre los sexos. Me refiero al hecho inapelable de que sólo la mitad de la población humana es capaz de gestar»

Sólo en una sociedad sin hijos, por cierto, se pueden negar las pasmosas y obvias diferencias biológicas entre los sexos. No hablo de comportamiento sociales, carreras profesionales, apetitos carnales, pulsiones de poder y demás ámbitos que son ciertamente intercambiables. Tampoco me refiero a esa minoría con disforia que merece toda la comprensión y los amparos legales. Me refiero al hecho inapelable de que sólo la mitad de la población humana es capaz de gestar.

En España existen toda clase de métodos anticonceptivos, al alcance de cualquiera en una farmacia, cuyas técnicas se enseñan desde la escuela. Es legal la pastilla del día después y el aborto es libre, con plazos amplios cuando hay malformación o riesgo para la madre. Lo puede ejercer cualquier mujer con el respaldo obligatorio de la Seguridad Social. Las jóvenes entre los 16 y los 18 años no requieren el consentimiento paterno. Ni del futuro padre. Es decir, es una sociedad bien organizada para no tener hijos, extensión de la autonomía plena de la mujer sobre su cuerpo, pero mal organizada para tenerlos. Faltan incentivos y apoyos.

En este clima que propicia un retroceso demográfico, y pese a la fecundación in vitro, la inseminación artificial, los bancos de semen enriquecido o la congelación de óvulos óptimos, hay mucha gente que quiere tener hijos biológicos y no. Para eso sirve la maternidad subrogada, no otra cosa que un derivado de las técnicas de fecundación asistida que van camino de tener medio siglo. Es la técnica también que permite a las parejas del mismo sexo tener descendencia propia. ¿Por qué, entonces, produce en muchas personas, religiosas o no, de un signo ideológico o de otro, un rechazo instintivo, una suerte de asco moral este tema? Para complicar la ecuación, el debate encendido de la semana lo provocó la maternidad, a los 68 años, de Ana Obregón, situada en el epicentro de la vida rosa, ese extraño subsistema español de la fama. Conviene separar los dilemas morales sobre la gestación sustituta de la opinión que a uno le merece el caso concreto.

Si aceptamos que la ciencia (de la mano de la biología) obró el prodigio de que una mujer puede ser gestora de un óvulo ajeno, si aceptamos la lógica de que esa persona no existiría de ninguna otra manera (no es un juego de suma cero, sino de suma no nula), si aceptamos que ese niño tiene un progenitor (o dos) al otro lado de la puerta listo para asumir la crianza, incluida la filiación y sus consecuencias legales, entonces la única razón para prohibir la maternidad subrogada es el tabú que aún pesa sobre el sexo de la mujer y el miedo atávico que aún provoca su poderío.  

El tema aducido es la protección del cuerpo femenino, por qué es libre el alpinismo o el voluntariado sanitario en el África profunda. Con la gestación subrogada estamos ante una ‘protección’ contra la voluntad de la persona, que es todopoderosa en los demás ámbitos (consentimiento explícito en las relaciones, libertad para impedir e interrumpir el embarazo, donación de órganos, eutanasia, cambio de sexo biológico y civil a la carta). La mujer es libre para todo, menos para sacar un rédito económico de su biología. Ni como empresaria sexual de sí misma ni como empresaria gestante. Demuestra un doble miedo ante el poder del sexo femenino: ante su libertad sexual y ante su capacidad creadora de vida. 

No niego ni los cambios físicos del cuerpo durante el embarazo ni las implicaciones mentales. Una mujer embarazada gana peso, sufre desgaste óseo, le aumentan los senos, se modifica la percepción de sus sentidos y el bombardeo hormonal que guía la interacción con el feto implica también un estado de ánimo particular, a veces volátil; pero la mayoría son cambios reversibles tras el parto. Una mujer embarazada no está ni impedida ni enferma; algunos embarazos, eso sí, pueden ser de alto riesgo y entrañan dificultades, algunas severísimas. Un porcentaje bajo se malogra y uno más bajo aún puede acabar con la vida de la madre. Por el contrario, está comprobado que las mujeres que han sido gestoras padecen una menor incidencia de ciertos cánceres y gozan de una mayor esperanza de vida. Estar embarazada entraña un riesgo, pero mucho menor que conducir en una carretera secundaria. 

Si al final el debate salta de los medios al Congreso, habría que garantizar los derechos de la gestante, de los padres biológicos y, sobre todo, de la criatura. Guadalupe Sánchez y Pablo de Lora, entre otros, han hecho aportes esenciales ante esta posibilidad. A Ciudadanos le honra ser el único partido, fiel a su origen liberal, que se atrevió a proponer legislar el tema, pero con un error: dejar la autorización en el ámbito del altruismo es abrir las compuertas del mercado negro, la hipocresía o la picaresca.  Sobre el caso concreto de Ana Obregón, sólo puedo decir que me resisto obstinadamente a comprar la revista Hola.

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