Dragó muere matando
«Si para llorar a Sánchez Dragó tienes que ponerte el mundo por montera, es que este país está mucho más cerca de irse al infierno de lo que había estado en años»
La muerte de Fernando Sánchez Dragó ha sacudido almas, corazones, vidas, redes sociales y puede que hasta alguna conciencia. A mí me llevó muchas horas llegar ya de noche cerrada a Castilfrío de la Sierra, provincia de Soria, donde la conmovedoramente joven y fiel Emma Nogueiro, temblando como una hoja y a la vez firme ante la inmensidad del destino, le cerró los ojos y le velaría toda la noche acompañada de una abigarrada y no poco contradictoria muchedumbre de personas que respetamos y quisimos a Dragó por variadas y poderosas razones. Sus exmujeres Bea y Martine. Su hijo Akela, que te mira a los ojos como un samurai antiguo, con los recuerdos grabados al fuego, y te llama por tu nombre completo: «Bienvenida, Anna Grau». El gato Nano, bautizado así porque así llamaba a Dragó su madre de pequeño. Laura Celeiro, secretaria del alma. Aixa, Alejandro, Ayanta. El puñetazo de la parca provocó un apresurado retorno a la Zona Cero desde Barcelona, Italia, Sierra Nevada…
La casa rebosa consternación, respeto y amor mientras allá las redes y algunos medios de comunicación rugen a favor y en contra, sin término medio ni mesura. Esas fobias que generaba Dragó, que generó toda su vida, mostraron su rostro y su expresión más miserable, provocando, eso sí, que algunas almas nobles y valientes trascendieran su habitual discreción para salir a defenderle, qué carajo. En este país no se puede ser cualquiera.
A algunos de los que han festejado la muerte de Dragó con epítetos de toda ralea, dudo mucho que haya bofetadas para acompañarles en el último tránsito. Hay gente que entra y sale de este mundo como quien entra y sale de un vagón de metro en hora punta. Hay seres en cambio que son como una fiesta que no se acaba nunca, ni con la muerte.
«A la gente la definen más, bastante más, sus valores que sus ideas»
Con Fernando se nos va uno de los fachas más libres que yo he conocido. Y nos quedamos en cambio rodeados de progres agresivamente sectarios y enfrentados a la libertad individual, a la dignidad personal y, por momentos, a la humanidad. Siempre he pensado que a la gente la definen más, bastante más, sus valores que sus ideas. Las ideas pueden ir y venir, cambiar o hasta mutar según soplan el interés, la moda o el viento. Los valores son como un centro de plomo (o de plata…) que te clava en tu sitio y que no te deja desviarte de lo que tú crees que es justo, necesario y mejor. No hay que estar de acuerdo ni mucho menos en todo (Dragó y yo nunca lo estuvimos) para compartir ese respeto último por lo genuino y esencial.
Por cierto, y ya puestos: es mentira que se acostara con dos niñas japonesas de 13 años. Fue esa una fabulación frívola y estúpida (una de tantas que Dragó solía hacer sobre su vida amorosa: le gustaba inventarse hazañas de todo tipo incluso cuando ya estas carecían de la credibilidad biológica más elemental) que pagó muy cara y que le siguió pasando factura incluso cuando ya se habían archivado todas las acciones judiciales contra él por este motivo. Fiel a su estilo, ante las críticas injustas o simplemente feroces guardaba un estoico silencio. Algo más fácil de admirar que de imitar.
En fin, como decía Elliot, abril es o puede ser el mes más cruel. Hace unos pocos días nos dejaba otra persona con la que yo mantuve vínculos de afecto, aunque de otra magnitud: Josep Piqué. Yo le conocí cuando era ministro de Aznar, trabamos una buena amistad, preñada de confianza mutua y de animados debates. Por ejemplo los que sostuvimos cuando le entrevisté para mi libro Los españoles son de Marte y los catalanes de Venus, publicado en 2015 y que por desgracia conserva una vigencia que me gustaría ver mucho más felizmente superada.
«Dragó, al fin y al cabo un niño del franquismo, me animaba enfáticamente a ‘no meterme en política’»
En aquel libro entrevisté a la vez a Piqué y a otro expresidente del PP catalán, Alejo Vidal-Quadras, por supuesto por separado porque no se podían ni ver. Vidal-Quadras llamaba a Piqué «criptoconvergente» y le acusaba de haber propiciado un «giro catalanista» del PP que en realidad no respondía a ninguna pretendida «visión de Estado», sino al puro y duro interés de la dirección popular nacional de cambiar cromos en Cataluña (dejando caer y hasta cortando la cabeza del propio Vidal-Quadras, para empezar) para gobernar más y mejor en Madrid, abandonando a su suerte a todos los catalanes y españoles dignos de que alguien les considere algo más que rehenes sociales y civiles del independentismo. Los verdaderos «presos políticos» del procés no son, no han sido nunca, esos engolados golpistas y malversadores atónitos ante el hecho de que la ley castigue sus felonías y que altaneramente exigen impunidad (y por ejemplo la continuidad más o menos sigilosa de toda la dinámica del tres per cent, de todo un entramado empresarial acostumbrado a la mordida cotidiana para funcionar…) a cambio de no crear problemas al ocupante de turno de la Moncloa.
En fin. Yo estaba con Fernando Sánchez Dragó, era su pareja, cuando recibí las primeras invitaciones de Ciutadans a entrar en listas electorales. Las rechacé porque entonces creí que debía priorizar mi vida personal y familiar y, también, porque Dragó, al fin y al cabo un niño del franquismo, me animaba enfáticamente a «no meterme en política». Él era mucho más de liar a otros para que se metieran (véase Ramón Tamames) y dedicarse luego, con un punto gamberro, a contemplar los toros desde la barrera.
Bueno, finalmente no le hice caso y me metí en política, me metí de hoz y de coz, en principio y sobre todo para enderezar los desastres de mi tierra, esos que ni los giros «catalanistas» ni «anticatalanistas» de PSOE y PP van a arreglar nunca. Porque les damos lo mismo. Y porque mientras les damos lo mismo, vamos perdiendo terreno ya no sólo en lo político, en lo económico y en lo social sino en los asuntos más perentorios del alma. Si para llorar y velar a Fernando Sánchez Dragó tienes que ponerte el mundo por montera, es que este país está mucho más cerca de irse al infierno de lo que había estado en muchos años. Entonces, hay que cuadrarse, sacar la espada y decir alto y claro algo más o menos así: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre (o a mi hijo, mi hermano, mi ex, a lo que más quería…). Prepárate a morir».