El milagro de las viviendas y los peces
«En la nueva ley de vivienda se oculta el origen del problema prometiendo al público una dosis mayor del veneno legislativo que le está matando»
Pedro Sánchez ha anunciado la creación de 43.000 viviendas públicas, bien de nueva construcción, bien de rehabilitación, que se financiarán con una línea de crédito del ICO de 4.000 millones de euros.
Lo primero y más evidente es que el problema de la vivienda no se resolverá con unas decenas de miles de viviendas públicas que, por otro lado, está por ver que se lleven a cabo, porque Sánchez ya prometió en su día la construcción de 100.000 viviendas públicas y, que se sepa, no se ha construido ninguna. Así que este anuncio es un bluf, uno más, pero no ya porque los antecedentes nos advierten de que los milagros de Sánchez se los lleva el viento, sino porque esas hipotéticas 43.000 viviendas no serían ninguna solución. A lo sumo serían una ilusión como jugar a la lotería.
Lo segundo, menos evidente y sin embargo bastante más relevante, es que lo que los políticos llaman «problema de la vivienda» no surge de la especulación ni de la avaricia de constructores, promotores, propietarios, inversores o fondos buitre. Si acaso, la especulación y la maximización del beneficio de los agentes que operan en este sector se exacerba a colación del problema. Así que la pregunta del millón es, ¿dónde se origina el problema?
No soy economista ni experto inmobiliario, pero me atrevo a aventurar que el problema de la vivienda tiene mucho que ver precisamente con las decisiones de quienes luego se postulan como sus solucionadores. Tampoco creo que me equivoque al afirmar que, si existe un producto saturado de regulaciones, trámites e impuestos, este producto es la vivienda. Y que esta circunstancia algo tendrá que ver con el problema.
«Una prueba del cinismo político es la carga impositiva que tiene la compra de la primera vivienda»
Con la vivienda ocurre lo que ocurre con el automóvil: ambos son objetivos preferentes de la acción reguladora y recaudadora de los políticos estatistas, que hoy por hoy son prácticamente todos, lo que ha convertido estos bienes no ya en lujos sino en súper lujos. Una prueba de la voracidad y, sobre todo, del cinismo político es la carga impositiva que tiene la compra de la primera vivienda, es decir la que se adquiere no para solazarse en el campo o la playa ni para especular sino para vivir.
El político, por un lado, se lamenta de las dificultades que muchos tienen para adquirir su primera vivienda, especialmente los jóvenes, mientras que, por otro, les endosa dos impuestos en la compra de su primera vivienda: el impuesto sobre el valor añadido o IVA, en el caso de la vivienda nueva, o el impuesto sobre transmisiones patrimoniales onerosas o ITP, en el caso de la vivienda de segunda mano, y el impuesto sobre actos jurídicos documentados o IAJD. No digo que eliminar estos impuestos vaya a resolver el problema, pero no cabe duda de que es bastante cínico lamentarse de lo cara que es la vivienda y al mismo tiempo contribuir notablemente a su encarecimiento.
Los impuestos son la demostración más sencilla y directa de que los políticos lloran lágrimas de cocodrilo ante las dificultades del común para acceder a una vivienda. Sin embargo, es en la hiperregulación donde se emboscan actitudes mucho peores.
Necesitaría el espacio íntegro de este artículo para desglosar —no de forma pormenorizada— los requisitos y procedimientos necesarios para consumar la construcción de una vivienda y obtener la licencia de primera ocupación; y después, varios más para advertir de los imponderables que acechan a lo largo de este sinuoso trayecto, porque las complejísimas regulaciones no aparecen de manera inocente. Son establecidas como recursos para la arbitrariedad, para otorgar favores y asegurarse oportunidades de enriquecimiento. Esas regulaciones son los meandros administrativos donde se embalsa la corrupción.
Como sucede en otros sectores económicos, la hiperregulación restringe la libre entrada a la actividad de la construcción para que unos pocos puedan operar con la menor competencia posible, obteniendo así mayores beneficios a costa de mercados distorsionados que comparten con los políticos. Las normas o requisitos deben ser abundantes, enrevesados y ambiguos precisamente para permitir la discrecionalidad a la hora de conceder permisos y licencias. Un subterfugio tan antiguo que ya fue denunciado hace casi 2.000 años por el historiador romano Cornelio Tácito: «Corruptissima re-publica, plurimae leges» (cuanto más corrupto es un país más leyes tiene).
«Un empresario tendría que leer casi 700 páginas al día para estar al corriente de la legislación emanada a lo largo de 2022»
Aquí mismo, en THE OBJECTIVE, se informaba de que los distintos boletines oficiales de las comunidades autónomas registraron en sus publicaciones un total de 1.075.108 páginas en 2022, lo que representa un 15% más que las páginas editadas el año anterior (934.229 páginas): la cifra más alta de los últimos 11 años. En lo que respecta a la legislación empresarial en particular, se han producido 255.000 páginas de legislación en el último año. Esto significa que un empresario tendría que ser capaz de leer casi 700 páginas al día para estar al corriente de la legislación emanada a lo largo de 2022, lo que es a todas luces imposible. Pero de eso se trata precisamente, de establecer una maraña legislativa impenetrable en la que maniobrar a discreción.
A esta hiperregulación maliciosa se añade ahora la nueva ley de vivienda, con la que se oculta el origen del problema envolviéndolo en más y más legislación, señalando como culpables a los avariciosos propietarios, promotores e inversores y prometiendo al público una dosis mayor del veneno legislativo que le está matando. Así, si hay un asunto donde la célebre frase de Groucho Marx se ejemplifica a las mil maravillas, ya sabe, querido lector, aquello de que la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados, este asunto es el de la vivienda. Un engaño que se complementa con otro tanto o más costoso, pero bastante más novedoso: el de la transición energética. Ambos engaños, de forma combinada, están arrojando a las nuevas generaciones a los pies de los caballos. Pero está prohibido decirlo.
Con todo, lo peor es que Pedro Sánchez puede mentir impunemente en este asunto porque sus adversarios, en el mejor de los casos, no renuncian a prometer que el Estado proveerá, y en el peor, están de acuerdo en intervenir sin miramientos por la vía legislativa, aunque de forma diferente, porque, como sucede con las nuevas generaciones de marxistas, cuando argumentan que el comunismo no falló sino que se llevó a la práctica incorrectamente, los estatistas de todos los partidos consideran que el error no está en el intervencionismo sino en intervenir mal.
Pero qué sabré yo, que soy un neoliberal insensible y satánico, en comparación con todas esas almas bellas cuyas buenas intenciones florecen exuberantes en los periodos electorales. ¿Cómo es posible que, a estas alturas, el problema de la vivienda lejos de solucionarse se agrave, igual que sucede con el desempleo estructural, el problema de la educación y de la deuda? Es evidente que alguien conspira contra este país tan espléndidamente dotado de geniales legisladores. De otra forma no se explica nuestro colosal fracaso.