Un toque francés
«Espero que invasiones identitarias como la del neofeminismo sean pronto enviadas al basurero por el empuje de otras mujeres más sensatas e integradoras»
La invasión que viene sufriendo el progresismo español (llamémosle así) a manos del neofeminismo tipo Me too se ha dejado ver en todo su esplendor disparatado por causa de leyes monteriles como la del sólo sí es sí o la ley trans. La trascendencia política y social del ataque se veía venir en España ya desde tiempo atrás y siempre creímos que el origen de tales impulsos provenía de los EEUU. Y es posible que así haya sido, pero no se prestó la suficiente atención a lo que estaba ocurriendo aquí al lado, en la Francia de la V República. A este propósito invito a la lectura de La posliteratura (Alianza, 2023), de Alain Finkielkraut, un autor resistente a la citada invasión que fue profesor de Historia de las Ideas en la Politécnica de París.
Este notable pensador ha sido crucificado varias veces por el neofeminismo. ¿Por qué? Por escribir cosas como esta:
«En la gigantomaquia del neofeminismo, el número dos reina en solitario. Dos subjetividades se enfrentan: una, totalmente buena (femenina); la otra, ignominiosa (masculina). Los individuos no son más que representantes de esas subjetividades. Pertenecen a un campo o al otro, y se trata de la lucha final».
La cuotas femeninas que siempre rechazan el principio de «mérito y capacidad» también han entrado por la puerta de atrás en Francia. Así, por ejemplo, en marzo de 2018, con ocasión del Día Internacional de la Mujer, un grupo de cineastas femeninas reclamó cuotas para una igualdad real de los dos sexos en los oficios del cine. Se trataba, escribían en particular Annie Duperey, Isabelle Carré, Éva Darlan y Yamina Benguigui, de poner fin al reparto no equitativo de las subvenciones y de permitir la emergencia de nuevas figuras en la creación y la industria de la cultura. «El cine necesita la imaginación de las mujeres, la creación de sus imágenes, de sus historias, para poner fin a los odiosos estereotipos de la estética dominante».
A esta demanda contestó Finkielkraut lo siguiente:
«En otras palabras, Fellini, Bergman, Kurosawa, Lubitsch, Lang, Wajda, Melville, Kubrick, Zviaguinstev, Scorsese no son artistas únicos e incomparables, sino miembros intercambiables de la casta masculina, buenos soldaditos de la falocracia. Asimismo, las mujeres deben ser escuchadas como mujeres, como ejemplares de una especie amenazada; y de lo ejemplar a la ejemplaridad no hay más que un paso, dado con entusiasmo por Frances McDormand en la ceremonia de los Óscar. ‘El objetivo’ –dijo la galardonada actriz- ‘es dar una representación realista de las mujeres e imponer una historia de la igualdad’».
«Camus nunca se dejó engañar ni por el comunismo ni por los independentistas argelinos»
En fin, yo espero que estas invasiones identitarias desaparezcan y creo que esta del neofeminismo será enviada al basurero por el empuje de otras mujeres más sensatas e integradoras. ¡Ojalá que sea pronto!
Pero estas de hoy no han sido las únicas invasiones detestables. Pensemos en el comunismo, esa plaga antidemocrática y asesina que aún mantiene bajo su férula no sólo a China, también está presente -¡y de qué manera!- en Latinoamérica.
Pero volvamos a Francia. Se ha publicado recientemente en España un libro de François Noudelmann titulado Un Sartre muy distinto (Ediciones del subsuelo, 2023), donde el autor pone en evidencia los desvaríos políticos de aquel notable pensador francés, seguidor –a menudo entusiasta- del comunismo soviético. Escribe Noudelmann:
«Sin duda se han construido muchas interpretaciones, con múltiples argumentos teóricos, sobre este periodo de diálogo entre Sartre, los dirigentes y los escritores soviéticos. También sobre la competencia ideológica que establece con Aragon para demostrar que él es el mejor interlocutor francés de la URSS».
Recuerdo haber visto en París a Sartre entrar a comer a menudo en un restaurante argelino, acompañado siempre de una joven. A esa joven, que se llamaba Arlette Elkaïm y que era su amante, la dejó en su testamento como heredera universal. Por entonces, Sartre se había enfadado con Albert Camus porque Camus nunca se dejó engañar ni por el comunismo ni por los independentistas argelinos.