Campaña electoral y guerra cultural: una nota al pie
«Las libertades personales no tienen garantizada su expansión perpetua en las sociedades modernas: en todo momento pueden abrirse caminos de regreso»
Quien aguza el oído durante una campaña electoral, puede oír el tañido del espíritu de su época; el único inconveniente es que habrá de soportar la otitis posterior. Para quien esté interesado en cartografiar los cambios experimentados por las ideologías dominantes en el último medio siglo, sin embargo, la molestia se antoja tolerable: las promesas a pie de mítin dan valiosas pistas sobre la evolución de las familias ideológicas cuyas organizaciones partidistas conforman la oferta electoral en las sociedades occidentales.
Acaso la más conocida de las hipótesis recientes sobre esa evolución sea la que dice que estamos ante una inversión de roles: pasaríamos de la izquierda libertaria de los 60 a la izquierda paternalista del nuevo siglo, así como de la derecha represiva de entonces a la que hoy se rebela contra un marco cultural que le es desfavorable. Hay que matizar: no toda la izquierda mantenía en los 60 posiciones libertarias; el Libro Rojo de Mao no era precisamente Dadá. Tampoco la derecha se insubordina hoy en bloque contra las constricciones estatales y aquella que lo hace parece alimentarse de su ambigua tradición anticomunista; ambigua en la medida en que la lucha contra el totalitarismo distante se juzgaba compatible con la represión doméstica de la contracultura.
Pero si el río suena, es porque agua lleva. Y podemos asomarnos a Vineland, la prodigiosa novela que Thomas Pynchon dio a la imprenta en 1990, para comprobar hasta qué punto resulta chocante —a la luz de los precedentes históricos— el surgimiento de una izquierda prohibicionista. En sus páginas nos encontramos con un hippy californiano que, preocupado por las intenciones represivas de Nixon, vaticina que ninguna esfera de la libertad personal quedará fuera del alcance del poder público:
«Pronto vendrán a por todo, no solo las drogas, sino también la cerveza, los cigarrillos, el azúcar, la sal, la grasa, lo que quieras, todo lo que pueda ser remotamente placentero a nuestros sentidos, porque necesitan controlarlo. Y lo harán».
«Para la izquierda ‘woke’, la vulnerabilidad del sujeto es más importante que su autonomía»
Cuando su interlocutor le pregunta si eso incluye la posibilidad de una «policía de la grasa», el profeta no tiene dudas: «Policía del perfume. Policía de la TV. Policía de la música. Policía de la Mierda Saludable. Es mejor renunciar a todo desde ahora mismo, para ganar ventaja». Tal como ha recordado Andrés Ibáñez en su excelente biografía del escritor norteamericano, publicada por la editorial Zut, Pynchon es un hijo de los 60: cuando se sienta a escribir la novela al final del mandato de Reagan, quizá no podía imaginar que serían los herederos de la contracultura quienes abrazasen —¡testamentos traicionados!— ciertas formas de neopuritanismo.
Para la izquierda woke, cuya estrella acaso empieza a apagarse, la vulnerabilidad del sujeto es un dato más importante que su autonomía: la prioridad no es emanciparlo, sino protegerlo. De ahí que oyéramos hace unos días que Tinder, la app de citas, es un espacio de depredación que reclama alternativas públicas. Pero el conservadurismo libertario —a estos sintagmas hemos llegado— tampoco es siempre coherente: Isabel Díaz Ayuso arremetió hace poco contra «las drogas» en aparente contradicción con su defensa a ultranza de «la libertad». Habría sido deseable que la presidenta madrileña hiciese algunas matizaciones, ya que de otro modo podríamos vernos abocados a defender la prohibición del alcohol o la ilegalización del tabaco. Esto último es justamente lo que quiere hacer —según leemos— el Gobierno progresista de Nueva Zelanda: los nacidos a partir de 2009 no podrán comprar cigarrillos. Solo en Bután, monarquía constitucional de talante poco liberal donde la felicidad colectiva es el objetivo supremo del gobierno, rige ya una prohibición similar. El futuro será healthy o no será.
Se constata así que las libertades personales no tienen garantizada su expansión perpetua en el interior de las sociedades modernas: en todo momento pueden abrirse caminos de regreso. Pero también es posible hacer una lectura benigna de tales restricciones, catalogándolas como medidas razonables de salud pública: se saca del mercado aquello que, con las estadísticas en la mano, ha demostrado ser inequívocamente perjudicial para la salud del animal humano. Quien recele del paternalismo estatal, en cambio, se preguntará dónde está el límite de las buenas intenciones: ¿no terminará el Estado limitando la movilidad personal en nombre de la lucha contra el cambio climático o decidiendo lo que hemos de comer por nuestro propio bien?
No siempre es fácil separar la ilustración de sus regresiones. Y es así —aquejados por esa confusión— como avanzamos a tientas por el siglo. Menos mal que uno siempre puede contar con una campaña electoral para pasar el rato.