El apocalipsis de Gustavo Petro
«El presidente colombiano, otrora integrante de un grupo terrorista, está ahora preocupado por la extinción de la humanidad en su conjunto»
«Ningún ser humano diferente a nosotros, en el pasado, ha vivido algo que se pueda llamar los tiempos de la extinción», dijo el pasado jueves el presidente de Colombia Gustavo Petro en el Congreso de los Diputados. No es el primero que lo afirma, por supuesto. Lo hizo Noam Chomsky también en una entrevista en 2016 en la que señalaba que los republicanos son un peligro para la especie humana.
Petro llegó con la malanueva del apocalipsis que va a generar el cambio climático, un diagnóstico antaño religioso y hoy científico, nos dice. «Estamos en el comienzo de la extinción» y hoy es nuestra misión salvar a la humanidad. De nuevo: lo dice la ciencia y todo progresista tiene que basarse en la ciencia, remacha Petro. Así que, afirmó, tenemos que afrontar cambios de todo tipo, en el modo de producir y también en las maneras de ser y de relacionarnos entre los seres humanos.
Pero pese a que el presidente Petro insistía en que la cuestión no es política sino que es la ciencia la que actúa de faro, su propuesta es el abandono de ciertas formas de producción de energía y su sustitución por otras (sol, viento, agua), algo sobre lo que la comunidad científica discrepa amplia y razonablemente. De entre la vasta legión de científicos que apuestan, por ejemplo, por la revitalización de la energía nuclear, véase el reciente libro de Robert Zubrin The case for nukes. Pero también aboga por una que denomina «democracia multicolor» —tal vez «orgánica», aunque bien pertinente en este contexto, le suene demasiado a Franco— de la que sólo sabemos lo que no es: democracia liberal.
«Los tiempos de la extinción propia los conoce el ser humano desde tiempo inmemorial»
El presidente Petro, otrora integrante de un grupo terrorista que sí consideró justificado el homicidio, es decir, la extinción de algunos miembros de la especie humana, está ahora preocupado por el omnicidio, esto es, la extinción de la humanidad en su conjunto. Pero esa preocupación, como trataré de mostrar sucintamente en lo que sigue, está desnortada, por mucho que cuelgue de nuestros discursos políticos, cual farolillo de feria, «la ciencia».
Tomen el siguiente experimento mental que nos propone el filósofo Émile P. Torres. Sea el mundo A un mundo compuesto de 10 millones de seres humanos y el mundo B uno en el que habitan 11 millones. Supongan ahora que dos meteoritos impactan sin remedio en ambos mundos, aniquilando a 10 millones de habitantes. El mundo A se queda sin habitantes y en el mundo B sobrevive un millón.
Hay una tragedia en ambos casos derivada de la muerte y el sufrimiento infligido a millones de seres humanos en esa suerte de apocalipsis, pero no pocos filósofos han sostenido que en el mundo A, a diferencia del mundo B, se ha producido además la peor de las tragedias, y si dicho resultado se hubiera generado por la mano humana, el peor de los crímenes concebibles. Lo sostienen hoy los designados como largo-placistas. Pero, ¿por qué exactamente? Pues por un argumento semejante al que esgrimimos para justificar la maldad de la muerte individual: todo aquello valioso de lo que nos priva esa inexistencia. En el caso de la humanidad en su conjunto, y como narró Mary Shelley en The Last Man (1826), hablamos del fin de la poesía, las artes, la ciencia de Petro… de todo lo que justifica nuestra (presunta) excelencia.
¿Pero acaso nuestra extinción no podría conllevar igualmente beneficios? Hay quienes, también por reverencia a Gaia, la Pachamama o las especies animales a las que explotamos con modesta misericordia, así lo sostienen. Pero también hay quienes consideran, como David Benatar, que como apósito a todo poema de Lorca, resolución de teorema de Fermat o Gioconda, penden horrores y sufrimiento sin cuento para la vida humana, que culminan, precisamente, con la extinción misma. Los tiempos de la extinción propia los conoce el ser humano desde tiempo inmemorial. Por ello David Benatar ha defendido una forma de extinción de la especie humana que consiste en dejar de reproducirnos.
«¿Acaso no fue el Apocalipsis lo que vivieron los encerrados en Treblinka o en Kolymá?»
El apocalipsis de Petro tiene que ver, por tanto, no sólo con el hecho en sí —¿acaso no fue el Apocalipsis lo que vivieron los encerrados en Treblinka o en Kolymá?— sino con el resultado de la inexistencia de futuras generaciones de seres humanos. Y para ello, se nos dice, tenemos que cambiar nuestras formas de vida, de producir cosas, de relacionarnos, incluso de ser. Y levantar una ceja escéptica o dubitativa, pedir las cuentas, siquiera sean aproximadas, de los costes y beneficios de la descarbonización del mundo en 2050, y no digamos ya osar a comprarnos una furgoneta diésel, nos convierte poco menos que en eco-fachas. Y resulta que lo primero que deben hacer los seres humanos, lo más obviamente inmediato, para que la humanidad persista es… tachán tachán… ¡reproducirse!
David Benatar que, por contraintuitivo que les resulte, ha defendido la obligación moral de extinguirnos, no deposita muchas esperanzas en su «anti-natalismo». La probabilidad de que todos nos dejemos de reproducir, señala, es casi cero. Pero la cuestión, para calibrar las advertencias y admoniciones de Petro no es esa. Lo relevante es tomar conciencia de que ya aceptamos rutinariamente, y no sólo lo concedemos, sino que lo elevamos a la categoría de derecho humano o básico, el «no-reproducirse». Es una libertad que, en Colombia sin ir más lejos, se ha celebrado como una conquista colosal, particularmente de las mujeres, que ahora ven garantizado el derecho a abortar hasta la semana 24.
Entonces, si estamos dispuestos —y hacemos bien— a garantizar el ejercicio de un derecho a la autonomía personal que sencillamente descuenta la inexistencia de seres humanos en el futuro, bajen los humos quienes, como el presidente Petro, nos instan a modificar apolíticamente el mundo de nuestras relaciones económicas, sociales y personales. Los apocalípticos a la Petro harán bien en conservar, cual anotación de despistado, esta sencilla cuenta: todo aquel supuesto negacionista que ha tenido hijos ha hecho infinitamente más por el futuro de la humanidad que el mayor de los afirmacionistas que haya decidido no procrear por razones no fiscalizables y que, justificadamente, deben escapar al yugo del control estatal.
Aunque quizá en la «democracia multicolor» no deba ser así.