THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Los 'rojipardos' y su mundo

«Los que han convertido ‘Feria’ en su Biblia son los que con más ahínco contribuyen a la consolidación de una sociedad inmadura, dependiente y quejica»

Opinión
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Los ‘rojipardos’ y su mundo

La escritora Ana Iris Simón.

A propósito de Ana Iris Simón y su exitoso libro Feria, titulaba Juan Soto Ivars en El Confidencial a principios de 2021: «La escritora roja que enamora a la gente de derechas». Un libro del que, según otro titular, esta vez en el diario La Razón, «todo el mundo habla». Evidentemente, no todo el mundo hablaba de Feria porque las personas que leen libros son demasiado pocas, pero sí es cierto que el libro causó un gran revuelo y, al decir de algunos, nos descubrió a una heroína.

Como la propia autora advertía con preocupación, Feria habría animado una fuerte reacción conservadora de defensa de los valores tradicionales, de la familia, de la patria, del Estado nación: «La gente ha estado leyendo mi libro como si fuera el nuevo Mein Kampf», se lamentaba Ana en una entrevista. Sospecho que esta sorpresa no era del todo sincera, sino que Ana parecía pedir árnica a esa izquierda dominante para la que cualquier guiño conservador merece una alerta antifascista. Después de todo, Feria es más que un intimista ejercicio de nostalgia. Es también, en buena medida, la reivindicación de una forma de vida que el progreso habría arrasado. Y, como todo el mundo sabe, el progreso solo puede ser de izquierdas. 

Ocurre que la nostalgia como inspiración tiene sus contraindicaciones. Y más en estos tiempos, en los que muchos parecen correr como pollos sin cabeza, buscando, como cantaba Franco Battiato, un centro de gravedad permanente, que es poco menos que inventar la máquina del movimiento continuo: un imposible. Aunque Ana matice que cualquier tiempo pasado no fue por definición mejor, poner del lado del pasado el afecto hacia nuestros ancestros y los vínculos emocionales con lo que inevitablemente va quedando atrás, tiende a devaluar el presente y a convertir el futuro, que es por fuerza incertidumbre, en algo antipático y amenazante. Y este, si se me permite decirlo así, es el pecado de Feria

Pero, en el caso de Ana, este pecado es venial. En realidad, Ana y su Feria no son el problema, ni siquiera lo es la patulea de rojipardos que la contempla extasiada, como si fuera una santa, una especie de Juana de Arco que se enfrenta a un mundo devenido en pesadilla por culpa del capitalismo, el Mercado, el consumismo y, claro está, el liberalismo. Ese liberalismo mitológico, casi fantasmagórico, que los nostálgicos de uno y otro signo, juntos por fin en la lucha contra un enemigo común, responsabilizan de la decadencia de Occidente. 

No sé dónde ven ese liberalismo todopoderoso, más allá de las poses de un puñado de vendedores ambulantes que hacen negocio suministrando utopías tan imposibles como las del marxismo, muchos de los cuales viven a costa del Estado o de sus terminales fácticas, los partidos. No se entiende qué tiene de preocupantemente liberal este Occidente, donde los Estados no han dejado de aumentar su poder y su apropiación del Producto Interior Bruto, hasta establecer como norma controlar más de la mitad de la riqueza de sus súbditos y casi el cien por ciento de su solidaridad, incluso de su moral. 

El verdadero problema es la trágica equivocación en la identificación de las causas de nuestros males. Y digo trágica porque nos anima no ya a pedir, sino a exigir una dosis mayor del veneno que nos está enfermando. Esta equivocación consiste en insistir en dar más poder al Estado, porque creemos que hemos venido al mundo para ser cuidados, para que todos velemos por el bienestar de todos, material y anímico, y lo hagamos, si es preciso, en contra de nuestra propia voluntad. 

A estos individuos, que creen haber nacido con el derecho a ser salvaguardados, los englobaría dentro de una generación singular: la «generación de los cuidados». Una generación con una mentalidad muy distinta a la de sus ancestros, a los que incoherentemente usa como referentes. Los integrantes de esta generación recurrirían a la idealización del pasado, su tradicionalismo y convenciones, para condenar el presente, olvidando que el pasado dista mucho de ser idílico, y que antes, por ejemplo, se tenían hijos, más que por devoción cristiana, por pura necesidad: porque hacían falta brazos que ayudaran en el campo. Por eso, según los hijos podían valerse por sí mismos y levantaban dos palmos del suelo, se les llevaba a la faena. 

«Hay gente ociosa dedicada a convertir sus miedos y manías en enmiendas a la totalidad del presente»

No digo que no existieran vínculos afectivos entre padres e hijos, sino que la procreación no tenía como fin principal satisfacer deseos emocionales u obligaciones morales. Era una necesidad bastante más material de lo que se reconoce. Esta idea de necesidad sobrevivió por inercia en nuestros padres, que habían sido educados en un mundo antiguo, hasta acabar agotándose en nosotros, porque nosotros ya no trabajamos de sol a sol, sino que gozamos del privilegio del ocio. 

El siglo XX trajo consigo lo que Denis Gabor, en su libro Inventing the Future (Inventar el futuro), llamó «la era del ocio», con la reducción de la semana laboral, sus vacaciones, la jubilación, el incremento de la esperanza de vida, la seguridad social, el desempleo juvenil, el aumento del número de personas ricas que dejaron de participar política o económicamente en la vida social. Como el propio Gabor señalaba, el trabajo es la única de las ocupaciones inventadas hasta ahora por la humanidad que la gente soporta en grandes dosis. Con el ocio no sucede lo mismo. No parece que estemos demasiado bien dotados para sobrellevar el aburrimiento. Y cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas. Por eso hay tanta gente ociosa dedicada a convertir sus miedos y manías en enmiendas a la totalidad del presente.

Aunque a muchos no les entre en la cabeza, lo cierto es que hasta hace relativamente poco no existían derechos que hoy consideramos innegociables. Retirarse para disfrutar de los años postreros de la vida era un privilegio solo al alcance de los más pudientes, el resto tenía que trabajar hasta el final de sus días o quedar incapacitado. Cuando esto último ocurría, lo que era inusual por la baja esperanza de vida, la solución no consistía en disponer de activos financieros, inaccesibles entonces, sino tener descendencia. Los hijos eran un seguro para la vejez. Entretanto se llegaba o no a viejo, nunca se dejaba de trabajar y lo más habitual era que la gente muriera dando el callo.

Afortunadamente las cosas han cambiado. Y aunque no ha sido de un día para otro, sino de forma gradual, algunos cambios se han producido de manera veloz. Sin ir más lejos, nuestros abuelos o bisabuelos, si bien tenían obligaciones, como alimentar y vestir a sus hijos, y, a veces, proporcionarles estudios, no estaban obligados a «cuidarlos» tal y como hoy hacemos. A los hijos de entonces jamás se les habría ocurrido molestar a sus padres con exigencias que los padres de hoy atienden con diligencia sin saber muy bien por qué. 

«Vivimos de glorias pasadas y, sobre todo, del endeudamiento del presente»

Sea cual sea la razón de esta condescendencia, los paradójico es que quienes han convertido Feria en su Mein Kampf y aplauden a rabiar a Ana Iris Simón cada vez que se lamenta de lo difícil que está la vida, son los que con más ahínco contribuyen a la consolidación de una sociedad inmadura, dependiente y quejica que, lejos de venerar a sus ancestros, los desprecia por la vía de los hechos. Puede que crean ser gente muy distinta, mucho más recia y determinada, en comparación con los pedigüeños habituales, pero lo cierto es que son los otros perroflautas

Yendo de menos a más, esta generación de los cuidados lo que también parece ignorar es que ya no somos los dueños del planeta; que el peso de Occidente en el mundo decrece a pasos agigantados, y no por conspiraciones, salvo que entendamos que los miles de millones de individuos que compiten con nosotros lo hacen conspirando; que, a excepción de los Estados Unidos, que, a pesar de su wokismo, aún conserva un fuerte dinamismo económico y un ejército digno de tal nombre (por eso se les odia tanto, por envidia), los demás vivimos de glorias pasadas y, sobre todo, del endeudamiento del presente, dando por supuesto que, por algún extraño designio, somos el pueblo elegido y estamos destinados a imperar por los siglos de los siglos.    

Solo así se explicaría que la generación de los cuidados vea en Feria una especie de teoría del todo, una Biblia, una profecía autocumplida, y en Ana Iris Simón una heroína. Que lo que les irrite no sea en realidad el liberalismo, eso son monsergas, sino la simple y pura libertad. Y que, en vez de espabilar, sus integrantes exijan más de los mismo, un Estado autoritario y paternalista, aunque con la polaridad cambiada, que erradique la incertidumbre, la competencia forastera y los riesgos del progreso, como si tal cosa fuera posible, mientras que, en el resto del planeta, dispuestos como están a comerse el mundo, se frotan las manos. Así que, para concluir, lo advertiré claramente, una sociedad que eleva a los altares (nunca mejor dicho) a Ana Iris Simón, en vez de apretar el culo, es una sociedad que merece el martirio.

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