No hay racismo, no te flageles
«Lo que la sociedad española quiere ver lo más lejos posible no es a personas de un color de piel determinado, sino de un determinado nivel económico»
Desde luego, llamar «mono» a un jugador negro, y ponerse las manos en los sobacos imitando a los simios, merece reprobación y un cambio en las normas de tolerancia con las hinchadas del fútbol para que estas cosas no se repitan.
Ahora bien: deducir de los ultrajes verbales a Vinicius en Mestalla delitos de «odio», e incluso la conclusión de que la sociedad española es racista, es una exageración, acaso interesada, para enredar y polarizar un poco, acusar al franquismo, al varón o a la extrema derecha… En fin, tensionar siempre da sus frutos (aunque con frecuencia amargos).
Está claro que hasta en la sociedad más civilizada, siempre habrá ciertos estratos mentalmente lumpen, bolsas de gente tabernaria, algunas señoronas ignorantes de las que dicen «yo no soy racista, pero…», y gentes abertzales, que se creerán superiores a los demás por el hecho de haber nacido a un lado del río, y no al otro. Pero se trata de colectivos residuales y poco ventilados, ellos mismos despreciables y despreciados.
En términos generales se puede decir que la sociedad española no desprecia el color de la piel o la etnia de nadie per se. La permisividad de nuestras costumbres, incomparable con los países de nuestro entorno, y la relativa facilidad con que se ha concedido y concede a millones de inmigrantes procedentes del Cono Sur y del norte de África la nacionalidad española y los derechos cívicos asociados, es un baremo objetivo, indiscutible. En este sentido, el rasgamiento de vestiduras de una indignada multitud de brasileños ante la embajada de España en Sao Paulo por lo que le han dicho al «pobre» Vinicius es una sobreactuación ridícula.
«Todos somos más o menos alérgicos a la pobreza y a los muchos males a ella asociados»
Niego que sea significativo el racismo en España. Lo que la sociedad española (¡y no es la única, créanme!) quiere ver siempre lo más lejos posible no es a personas de un color de piel determinado, sino de un determinado nivel económico. A los pobres. Ya que (¡es curioso! ¿verdad?), todos somos más o menos alérgicos a la pobreza y a los muchos males a ella asociados. En este sentido, a todos nos representa el difunto actor Arturo Fernández, que se jactaba de protagonizar obras de «alta comedia» y actuar enfundado en un smoking o por lo menos un blazer con botones dorados: «¿Hacer yo un papel de pobre? ¡Quita, quita, que eso se pega!»
La raza del prójimo sólo le importa a los más tontos. Las anécdotas de trato incorrecto, desprecio o invisibilidad, los episodios de «microrracismo» (o sea: faltas de educación y de imaginación) que tantos inmigrantes denuncian están inversamente proporcionados a su cuenta corriente. El único lenguaje que hablamos y que nos gusta, y el único valor real que tenemos, es el dinero.
El bronceado jeque que llega a Marbella en su yate, seguido de un séquito de cortesanos y de esposas tapadas con velo y relucientes de diamantes, repartiendo billetes de cien euros con prodigalidad, ése nunca podrá quejarse de haberse topado con el racismo español. Al contrario: los indígenas le parecemos solícitos, dotados de la más respetuosa simpatía. Todos lo tratarán con la mayor deferencia, incluso con servilismo.
Por el contrario, al mendigo senegalés que blande un vaso de papel a la puerta del súper, piadosamente le darás, quizá, una limosna (con la que comprarás el derecho a no interesarte más por él), pero raro sería que le invitases a cenar en casa; ni aceptarías con grandes expectativas de diversión acompañarle a la suya allá donde esté —seguramente en algún edificio suburbial, impregnado de olor a guisos refritos y donde los vecinos hacen sonar a todo volumen horrenda música étnica—.
«Sí, es plausible lo que usted dice», pensará el lector, «pero el caso de de los agravios a Vinicius, que ha dado la vuelta al mundo, lo contradice y desmiente, pues él es riquísimo, un privilegiado, un triunfador, e igualmente lo llaman mono».
«El estadio de fútbol no es un lugar para caballeros»
Y yo respondo: sí, le ofenden. ¿Pero dónde? ¡En España, no, jamás! Eso no sucede en España, sino en esos espacios extraterritoriales, irreales, que son los estadios de fútbol: ahí se dirimen batallas incruentas y hasta ahora, cualquier burrada clamada colectivamente ha sido no sólo aceptada sino incluso alentada como parte de la diversión, y forma de expresión del «jugador número 12» (la hinchada) para galvanizar al equipo local y desequilibrar psicológicamente al adversario.
El estadio de fútbol no es un lugar para caballeros. La gente grita y gesticula y blasfema de forma irracional en ese espacio simbólico reservado para desfogar y sublimar pasiones atávicas y tribales de pertenencia a una comunidad y belicosidad contra otra.
Yendo al caso concreto de Vinicius, las aficiones de los equipos rivales lo detestan porque marca goles que les duelen y porque demuestra su superioridad deportiva, igual que antes, por el mismo motivo, detestaban a Ronaldo, a quien los hinchas peor educados llamaban «hijo de puta» y «chulo», y a Guardiola, a Guti o a Beckham, a quienes llamaban «maricón».
A Vinicius, cuando corre a toda velocidad por la banda, algunos que ignoran que todos somos descendientes de un mono y una mona le llaman «mono» con el propósito de desestabilizarle psicológicamente, objetivo, por cierto, claramente conseguido. El jugador está en su derecho al plantarse y en forzar a las autoridades a un cambio de normas: seguramente ese baldón no se repetirá después del castigo al Valencia. Pero de ahí a culpar a España de ser un país racista y que entonemos el mea culpa, va un mundo.
En cuanto a esos jóvenes hinchas del Valencia, y a los que se acusa de un delito de «odio», el hecho de haber sido detenidos por la policía durante unas horas y expulsados del estadio sine die, es ya suficiente castigo y sin duda les motivará para enmendarse y ser, de ahora en adelante, más respetuosos. Convertir un caso de mala educación en crimen monstruoso y reclamar para ellos un «castigo ejemplar», incluso la cárcel, sería farisaico. Elevar estas lamentables anécdotas a categoría, y autoflagelarnos por lo racistas que somos, sería aún peor: una exageración.