THE OBJECTIVE
José Luis González Quirós

Vinicius y la campaña

«En el caso de la persecución de las gradas al futbolista aparece de forma muy patente lo que Ortega llamó el odio a los mejores, una fea costumbre española»

Opinión
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Vinicius y la campaña

Vinicius Jr., jugador del Real Madrid | Europa Press

Más o menos a media campaña un desgraciado suceso deportivo vino a alterar el orden rutinario de las portadas de prensa, destinadas en ese momento a tratar de encontrar algo digno de mención en las muy previsibles proclamas de los políticos, y de tal modo que el asunto adquirió dimensión internacional y se convirtió en una especie de discusión sobre el racismo y España.

Abundaron entonces los distingos escolásticos sobre el ser y el existir, sobre la extensión y la no universalidad de ciertos predicados y en torno a otras especies más escurridizas. Un amigo me hizo notar en esos momentos la facilidad que teníamos los españoles para convertir cualquier tema, digamos, menor en una discusión apasionada, se entiende que olvidando los asuntos públicos de envergadura que debieran ocuparnos, aunque tampoco hayan comparecido en la campaña por más que fuese razonable esperarlos. Respondí que la polémica tenía, al menos, la virtud de fijarse en algo real, en agudo contraste con las previsibles y nebulosas vaguedades del debate electoral.

El racismo es, desde luego, un asunto bien cierto, no tendría sentido negarlo. Ahora bien, ya fuera del estadio valenciano, me temo que lo que en realidad se discutía en los medios de comunicación y en el debate público nada tenía que ver con el racismo, asunto frente al que todo el mundo se manifestaba, por fortuna, muy en contra, sino que era una crudísima manifestación de algo que nos cuesta reconocer porque se trata de un defecto bastante hondo: el fanatismo, la parcialidad más desvergonzada, la absoluta falta de respeto a cualquier forma mínima de objetividad y la pereza intelectual que nos impide hacer un esfuerzo, aunque sea leve, para llegar a conclusiones que puedan tener una cierta validez general, que no se reduzcan a defender a dentelladas lo que se considera la verdad conveniente, el derecho a imponer nuestro interés.

«Unos vicios inciviles que se cultivan en el anonimato y crecen para exhibirse con un orgullo vil»

Hubo racismo, cierto, pero como útil de algo mucho más general y hondo, como furibunda herramienta del fanatismo emboscado en el mundo futbolístico. Reducir todo lo que pasó y se dijo en torno a los penosos sucesos de Mestalla a una manifestación de racismo, sería un error. Ahí se vio racismo, pero engarzado en agresividad, en barbarie, en la cobardía que permite gritar, insultar y agredir a cualquiera, aunque sea un futbolista o un juez de la contienda, desde la impunidad oscura de la masa, desde gradas multitudinarias que prostituyen al deporte rey para convertirse en trincheras de ira, envidia y odio. Unos vicios inciviles que se cultivan en el anonimato y crecen para exhibirse con un orgullo vil y bastardo merced al nulo interés de quienes viven de estos espectáculos para imponer una moral de respeto a las reglas del juego, a los rivales y a los árbitros.

Además, en el caso concreto de la persecución de las gradas a Vinicius aparece de forma muy patente lo que Ortega llamó el odio a los mejores, una fea costumbre española que el filósofo detectó en 1914 al escribir su España invertebrada. A esa especie de deformidad moral pertenece la mala sangre que a veces se destila en el fútbol y que lleva a convertir la agresión, cercana al salvajismo, en la alternativa preferible, más eficaz e inmediata a la calidad en el juego.

A Vinicius se le agrede, con entradas criminales, se le insulta y se le odia no por el color de su piel, sino por ser un extraordinario jugador al que se cree poder injuriar llamándole negro. Como Vinicius no está dispuesto a consentir esa forma asquerosa y bellaca de juego sucio, un valor que le honra, se ha inventado la patraña de que es un provocador. El hecho es que muchos bárbaros querrían un Vinicius que fuese un manso cordero sumiso y tímido, aunque desearían, sobre todo, que no supiese jugar al fútbol ni la mitad de bien que lo hace, cosa que, a no dudarlo, ayudaría mucho a que ese racismo vociferante no se manifestase con tanta nitidez.

Cuando se produjeron sanciones ante el bochornoso espectáculo que se dio en las gradas valencianas, las reacciones de unos y otros volvieron a las andadas y se pudieron oír las más peregrinas disquisiciones. Apareció entonces el victimismo, la transformación de las entidades responsables de no evitar esa clase de esperpentos en víctimas, algo que daba a entender, incluso, que todo se hizo para ofender gratuitamente a un club que, ni que decir tiene, se apresuró a considerarse muy maltratado por aviesas campañas en su contra. Se de sobra que, en materia de sentimientos, y las competiciones de fútbol han llegado a ser lo que son al vertebrarse sobre un caldo emocional muy espeso, todo es más complicado que cualquier análisis, pero siempre parece razonable emplear un mínimo de lógica, incluso para quejarse de una persecución que bien podría ser un tanto imaginaria.

«Jamás se ha terminado con una iniquidad hasta que, por primera vez, alguien denuncia una situación indeseable»

No tiene sentido, por ejemplo, lamentar que haya sido la primera vez que se sanciona a un club de la manera que se ha hecho, a no ser que se considere que cuanto ocurrió en torno a este caso merezca las felicitaciones más efusivas del orbe entero. Caso contrario, alguna vez tendría que ser la primera y habría que celebrar que así haya sido, entre otras cosas, porque jamás se ha terminado con un abuso o una iniquidad hasta que, por primera vez, alguien denuncia una situación indeseable con fuerza y obtiene atención y algo de justicia por parte de los poderes correspondientes.

Sería muy deseable que en el fútbol se fortaleciese la lucha contra el fanatismo y la barbarie, tanto sobre el césped como en las gradas. Habría que poner coto a la brutalidad sobre el terreno de juego y a los insultos y la incitación a la violencia en las gradas y en derredor de los estadios. Algunas de las imágenes que cualquiera puede ver en las que se refleja cómo los jugadores del otro equipo se enfrentaron a Vinicius para reprocharle sus quejas son de una violencia inadmisible, puro descontrol y barbarie y no estaría mal que el reglamento y los árbitros cortasen de raíz el recurso a las agresiones y a las artes intimidatorias.

El dicho inglés afirma que el fútbol es un deporte de caballeros jugado por rufianes, al revés que el rugby que es un juego de rufianes jugado por gentlemen, pero algo habría que hacer para que quienes estiman la belleza y el interés del fútbol, y somos muchos millones, no nos veamos obligados a contemplar escenas de chulería, navajeo y matonismo. Ganaría el espectáculo, eso creo.

Por lo demás, ese tipo de pedagogía serviría para corregir los males tan gráficamente diagnosticados por Ortega, el particularismo y el odio a los mejores, pero también el fanatismo, el pretender, y hablamos de política, que la virtud propia consista en el despellejamiento del rival, algo en lo que, si no me equivoco, tampoco hemos avanzado mucho en la campaña electoral que acabamos de soportar. Parece que para eso no sirven, muy mal asunto.

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