THE OBJECTIVE

Somos o no somos racistas

Hay algo desalentador en el debate sobre el racismo de estos días. Los países democráticos no se preguntan qué somos o qué fuimos, sino qué vamos a hacer

Somos o no somos racistas

Ilustración de Erich Gordon.

¿Es o no es España racista? Esta es la pregunta que ha saltado al debate público tras los insultos racistas al jugador de fútbol Vinicius. Convendremos en que la polémica ha tenido mucho de espectáculo y de representación. Aun así, nos ha permitido entrever cuáles son las coordenadas del debate sobre el racismo en España.  

En primer lugar, tenemos aquellos que afirman que España es especialmente racista. El racismo está en su cultura, en su historia, en la relación con un pasado colonial no suficientemente confesado, también por supuesto en su pasado franquista, en instituciones y tradiciones como la Inquisición, la glorificación de la Reconquista o la fiebre por la limpieza de sangre. Desde esta perspectiva, el racismo sería un problema inherente a la propia historia y carácter del país. Aquí se suele recurrir a adjetivos rotundos, como sacados de un manual de arquitectura: racismo «estructural», «basal», «institucionalizado». La ausencia de un debate profundo vendría a probar precisamente que España es racista (y, como diría Lula da Silva, también un poco fascista). 

Otros, por el contrario, afirman que España no es nada racista. De hecho, desde esta perspectiva se suele sugerir que el racismo es algo importado de fuera, ajeno a la propia realidad española. Lo probarían fenómenos como la buena integración latinoamericana en las últimas décadas (al contrario de lo que sucede, por ejemplo, en las banlieues francesas). También se alude al mestizaje que se dio en América, tan contrario a lo que sucedió en colonias anglosajonas. ¿La esclavitud? Eso fue cosa de ingleses y portugueses. Desde aquí se prefieren adjetivos que suelen tener, a modo de farmacopea, un efecto desinflamante: «sutil», «puntual» o «circunstancial». La ausencia de debate vendría a probar la ausencia de racismo. 

Se podría aquí completar la ley que Daniel Gascón enunció para la política española («toda sátira es profecía, toda parodia es eufemismo») con una coda: toda polémica en España dibuja una curva ascendente cuyo límite es el debate sobre el «ser de España». Buscar en la historia, en el pasado, en el molde impuesto por la cultura propia, o en el carácter nacional, aquellas causas que expliquen un problema presente es una buena manera de no resolverlo. En definitiva, el problema estaría en el ser. Pero si es en el ser de otro, mucho mejor: sea en la extrema derecha o en la invasión woke. 

«En Francia en 1969 había más españoles o italianos trabajando que argelinos»

Uno de los primeros lugares comunes a los que se suele aludir en el debate sobre racismo es que España ha sido un país homogéneo, cerrado a la migración (pocas ideas existen más contrarias a la historia como la de que los países son naturalmente homogéneos y que habría sido la reciente globalización la que habría ido desnaturalizando la cosa). Pero, aun con todo, los migrantes a España habrían llegado sólo de forma sostenida y relevante a partir de los años noventa, 20 años después de lo que habría sido habitual en otros países. Cuando en otros países ya se daban conflictos raciales (por ejemplo, los Notting Hill Race Riots en el Londres de 1958) España todavía y hasta los años setenta era expulsora de migrantes. Un ejemplo dado por Tony Judt: en Francia en 1969 había más españoles o italianos trabajando que argelinos. Con todo, que España haya sido un país cerrado a todo contacto es algo muy discutible, ahí están las poblaciones gitanas o marroquíes para demostrarlo. Pero la pregunta es interesante, ¿son las sociedades abiertas menos racistas? O dicho de otra manera: ¿La ausencia de una historia sostenida y significativa de convivencia y conflicto con otros grupos culturales acaso eximiría del debate y, sobre todo, del problema del racismo?

No sólo el subdesarrollo o la dictadura evitaron una mayor recepción de migrantes, también las políticas migratorias en democracia. En este sentido, Jean-François Revel criticó mucho al Gobierno de Felipe González, por haber restringido específicamente la migración americana durante los años ochenta, algo bastante incomprensible, tanto por las afinidades culturales, religiosas o idiomáticas entre ambas poblaciones, como por la necesidad de mano de obra en España en ciertos sectores. Según el francés, el Gobierno español no habría «cesado, durante los años ochenta, creyendo luchar contra el paro, de erigir diques contra la inmigración de procedencia hispanoamericana». Y lo habría hecho además «justificando su política con las mismas razones que Jean-Marie Le Pen en Francia: los inmigrados quitarían el trabajo a los españoles». Los estudios no han dejado de probar que esto no es cierto, que precisamente el migrante no cualificado no arrebata ningún trabajo al autóctono. Pero ¡ay! pocas mentiras han dado más votos en la historia reciente de Europa. Hasta el punto de que muchos partidos políticos se basaron casi exclusivamente en explotar el redituable odio al trabajador migrante. No sólo la extrema derecha o los nacional-populistas, también los partidos nacionalistas subestatales, aquellos que se fundaron en regiones industriales como Piamonte, Lombardía, País Vasco o Cataluña, precisamente contra los campesinos pobres del sur.

Otro gran lugar común en el debate del racismo en España es su relación con Latinoamérica. Algunos alegan que la relación de España con los países de Latinoamérica y con su población de origen nunca ha dejado de ser colonial, dominada por el sentimiento de superioridad. Un argumento que, de vez en cuando, también utiliza alguna cancillería americana. Y esta perspectiva suele ignorar algo importante, que durante buena parte del siglo XX muchos países latinoamericanos tuvieron un grado de desarrollo si no superior, al menos igual, al de España. Muchos de los mexicanos o argentinos que viajaran a España en los años cincuenta, sesenta o setenta con seguridad tendrían la impresión de viajar al pasado. 

«Los intentos recientes de resucitar una hispanidad, una iberosfera y nosecuantas ocurrencias más, son preocupantes»

Otros sin embargo han ido alentando el viejo discurso de la hispanidad. En este sentido es conocido cómo el partido Vox alienta la migración latinoamericana mientras restringe todas las demás. Aquí, en vez de un pasado de dominación, se destaca uno de convivencia y mestizaje. Un mestizaje y un catolicismo propios del ser español que precisamente habrían evitado el racismo, proveniente de la supuesta obsesión anglosajona por los grupos étnicos. Los intentos recientes, cada vez más explícitos, de resucitar una hispanidad, una iberosfera, una iberofonía y nosecuantas ocurrencias más, son preocupantes. En primer lugar, porque son estrictamente paralelos a la anglosphere, la francophonie, el neotomanismo, el russkiy mir, la hindutva y otros tantos proyectos ideológicos, diferentes entre sí en intensidad y objetivos, pero acaso coincidentes en un nacionalismo de tipo étnico. Tras un supuesto sentimiento de hermandad, se pueden esconder herramientas identitarias excluyentes hacia otras realidades: lo musulmán, lo europeo, lo anglosajón.

Mientras la relación entre América y España continúa siendo un tema político arrojadizo, —a un lado y al otro del Atlántico, si no atiéndase a cada 12 de Octubre—  el paternalismo, a veces condescendencia y, sobre todo, ignorancia, parecen regir la relación que muchos españoles mantienen todavía con América Latina. Es comprensible y habitual que medios y partidos políticos reclamen una mayor presencia de España en América Latina, pero quizás habría que pedir lo contrario, que España se abra más a América Latina, que esta tenga una mayor presencia efectiva en sus proyectos, sus debates o sus planes educativos.

Decía el escritor franco-tunecino Albert Memmi: «Es el racismo lo que es natural, y el anti-racismo lo que no lo es: este último no puede ser más que una conquista larga y difícil, siempre amenazada, como lo es toda experiencia cultural». Hay algo de desalentador en que el debate sobre el racismo aparecido estos días haya derivado tan rápidamente sobre una polémica sobre lo que somos o lo que hemos sido. No vendría mal recordar aquí que el racismo, al menos el contemporáneo, fue en parte una derivación de la teoría de los caracteres nacionales. Esto es, de la creencia de que, al igual que los individuos estaban condicionados por su personalidad, cada nación tenía su carácter, y así también cada raza o etnia. El individuo desaparecía, condicionado por su pertenencia y contexto, así como lo estaban las naciones por el origen y condición de sus poblaciones. 

Gustave de Beaumont, gran amigo de Alexis de Tocqueville, fue uno de los primeros en rechazar tal razonamiento: «No creeré nunca que toda una nación esté fatalmente encadenada al vicio solo por el destino de su origen». Por supuesto, la influencia de la religión, las desigualdades de origen, los sentimientos de pertenencia, incluso los de exclusión, como decía Memmi, nos condicionan, son estrictamente y en el peor sentido de la palabra, humanos; pero, alegaba Beaumont, todo «puede combatirse mediante las instituciones políticas». O, dicho en román paladino, los países democráticos no se preguntan qué somos, sino qué vamos a hacer. 

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